El mundo de los muertos

EL DESVÁN / Rafael Castillejo
Publicado en el suplemento "Artes & Letras" de Heraldo de Aragón


          Debía de andar yo por los ocho años de edad cuando comencé a acompañar a mi abuelo en sus visitas al Cementerio.  Él tenía por costumbre acercarse allí al menos un par de veces al año y, aunque alguna de esas visitas coincidiera con el primero de noviembre, solía ir también unos días antes, sin prisas ni aglomeraciones.

            Fuertemente cogido de su mano, atravesábamos la entrada principal y  el solo hecho de caminar por aquel paseo central flanqueado de señoriales tumbas con antiguas esculturas, me producía una extraña sensación, mezcla de curiosidad, de miedo y, sobre todo, de  respeto.

            Era un tiempo en el que la televisión aún no había llegado a la mayor parte de los hogares españoles y cualquier reunión nocturna alrededor de la lumbre con familiares, amigos o vecinos, propiciaba el que se contasen  historias entre las que no faltaba alguna con el mundo de los muertos como protagonista.  Lo mismo sucedía en las cálidas noches de verano cuando la gente salía con sus sillas a la puerta de las casas para tomar la fresca y hablar con el vecindario. No eran conversaciones apropiadas  para un niño de mi edad, pero la curiosidad resultaba ser mucho más fuerte que el temor que me producían algunos de aquellos relatos.

            Un día, durante una de nuestras visitas al camposanto, mi abuelo me dijo que el nombre “cementerio” venía del griego koimetérion, que significaba  “dormitorio”.  Quizá lo hiciera no solo para enseñarme algo nuevo sino, sobre todo, para tratar de calmar la tensión que él debía de captar por la fuerza de mi mano cogida a la suya.  En realidad, Pascual, mi abuelo, me enseñó muchas cosas de aquel lugar con lo que, poco a poco, fui concibiendo dicho espacio como un encuentro con el descanso, la paz, el silencio, la cultura, el arte… ¡Cuánto arte se puede encontrar en algunos cementerios!

            Ahora, cuando al llegar estos días visito el Cementerio acompañado de Claudia, mi nieta mayor, siento algo parecido a lo que debía de sentir mi abuelo. Con diez años cumplidos, la niña celebra Halloween, tal y como resulta inevitable en estos tiempos, pero tiene la facilidad y el buen gusto de desconectar por un tiempo de zombis, brujas y calabazas, y vestirse como una señorita para coger mi mano con la misma fuerza  que lo hacía yo con la mano de mi abuelo.  Después, cuando vayamos paseando por el pasillo que dirige al monumento a la Fosa Común, me hará las mismas preguntas y notaré aquella mezcla de curiosidad, miedo y respeto que yo sentía entonces. Como debe ser.

 

Rafael Castillejo - Zaragoza, 1 de noviembre de 2018