Edmunda es mi abuela. Nació en 1905 y cumplió 99 años de vida. Fue casi madre de su hermano Felipe, ocho años menor que ella. Se mudó de Alfambra, su pueblo natal, a Calamocha, y a los trece años era doncella para una familia importante que vivía en la calle Alfonso de Zaragoza. Se casó con José en 1933 y tuvo dos hijas, Josefina, mi madre, y María Pilar, mi madrina. Enviudó a los 42 años y se puso a trabajar como guardiana de tocador en el Teatro Argensola del Paseo Independencia el 24 de junio de 1948 hasta su jubilación el 1º de septiembre de 1971. Cuando en 1961 se convirtió en abuela, exclamó: ¡Ay, Dios mío, ojalá pueda verlo comulgar!. Y debe tener influencias por los entornos de allí arriba, porque el ruego se cumplió, no sólo conmigo, su primer nieto, sino con siete más y seis biznietos. Me llevó de vacaciones a Cambrils, Salou y Navaleno, me compró cientos de pasteles, pero por encima de todo siempre me cogió de la mano cuando algún monstruo de la vida quería meterse conmigo. Este es mi pequeño homenaje para una gran mujer.


Querida yaya:

Son dulces tus labios en aquellos besos que me regalabas mientras dormía. Tu pelo blanco, hilos de nieve para calmar la tormenta de mi angustia, caen ahora lacios en la hora de la despedida.
Te estás marchando en un adiós que es hasta siempre; un mirar al pasado que llena mi vida con salpicones de ternura dentro de tu sonrisa hermosa; un mirar al futuro donde la memoria trabajará sin descanso y sin cansancio para que tus largos dedos de amor no se alejen de mi pelo.
Los paseos hasta la playa con tu andar sereno, adornado de azúcar que a cada paso caía de mi boca desde aquel pastel relleno, cabello de ángel, como tu pelo blanco y suave. Y los pinos, enhiestos señores para tu retiro, que guardaban tus desvelos hacia ese nieto con una rodilla dolorida, excusa para alargar tus cuidados de maga.
Bendita señora, vigilante en el teatro, dama escuchante de los silencios del tocador, que esperabas los descansos para que alguna peseta sonara en tu platillo y te alcanzara para darle al señor con gorra de plato el pago del viaje al tranvía.
Si hubieras visto la rosa púrpura de El Cairo, habrías soñado con Mia Farrow depositando una moneda de oro que te diera la satisfacción de comprarme una palmera de chocolate. Y Ava Gardner besando a Clark Gable... Y Paco Martínez Soria ofreciéndote un chistecito bajo la tramoya... Y Zori encorriéndome por las butacas... Y Antonio Machín regalándote unas maracas para mí...
Querida abuela, me dicen que te echaré de menos. ¿Quieres creer que no? Créelo, sí, porque el cariño nunca sacia y nunca muere. Tengo tus hilos de seda blanca, tengo tus caricias en la nuca y tengo tus palabras de arrullo en las tormentas. Ya ves, tengo un tesoro que no necesita tu presencia.
No te duela, yaya, la vida que no has vivido. Te vendrá a buscar un ángel que se olvidará de tu nombre, como toda esa gente que no aprendió a pronunciarlo y te llamaba Remunda, un ángel que te hará volar como Wendy porque ahora sólo pensarás en cosas bonitas. Descansa más allá de la Luna y brilla más que aquella estrella señalada sobre mi nube...
Descansa, descansa... vive más que nunca...
Te quiero,

José Antonio, tu nieto.