TORRERO EN EL TIEMPO

Por Javier Barreiro

Time present and time past
Are both perhaps present in time future,
And time future contained in time past.
If I time is eternally present
All time is unredeemable.

(Thomas Stearn Eliot)


Cuando se van cumpliendo años, ser cronológico no es sino un intento de apresar mejor el recuerdo, de someter a la lógica de Cronos aquello que tan poca lógica alberga: nuestra memoria, el resumen de nuestro sistema neurológico.

Torrero es para mí la puerta de Torrero: la casa de mi abuela paterna al final del parque Pignatelli, en el tercer piso del número 1 de la calle Maestro Estremiana, hermoso edificio modernista de Luis de la Figuera, cuando ninguno ¡ay! sabíamos lo que era el modernismo. Una inmensa galería acristalada sobre aquel horizonte con la iglesia de San Fernando, la unión de San José y Torrero, los campos y el misterio. Los miles de chillonas golondrinas, las innúmeras habitaciones repletas de baúles, de cachivaches, de escopetas de madera, de uniformes, libros viejos y una gran tinaja con olivas, como testigo del pueblo dejado en plena guerra civil. Desde otro balcón, la iglesia de San Antonio, de la que después aprendí que era arquitectura fascista pero que hoy como ayer me sigue pareciendo hermosa, rotunda y con esa luz en los interiores, que es la luz de la infancia.

Torrero fue también el cine, donde a los cinco años vi, en programa doble, la película que más ha influido en mi vida, una película india de la India de la que nadie se acuerda, Maya. La que completaba el programa era en blanco y negro y se llamaba Tiempos felices. Más tarde, vino el cine Venecia, cuando no sabíamos que aquel nombre se debía al Canal por el que transcurrían rotundas barcas de paseo tripuladas por lo menos parecido a gondoleros que pudiera imaginarse y en el que nadie se bañaba, tal vez porque los mayores nos decían que el barro de sus fondos podía tragar a un hombre, como las arenas movedizas de aquellas películas.

En la infancia, Torrero era para mí el laberinto de calles luminosas -la única que quedó en mi memoria fue la de San Marcial-, atestadas de parcelas, que los domingos atravesábamos para llegar a "Los pinos". Íba con mi padre, a veces, con mi tío Eugenio o algún amigo de mi padre. Cuando todos los hombres me parecían interesantes y las mujeres sólo me parecían agradables.

Excepto los que jugaban al tiro de bola por el camino de Cuarte, entonces conocido por camino del guano, que estaba allí con sus arroyos sanguinolentos y malolientes, no habría más de veinte o treinta zaragozanos un domingo en toda la extensión de los pinares. Así, era el poner nombre a las cuestas (de las Perdices, Maldita, del Caracol, de la Tensión...), la cueva de los Enanos... y el Depósito. Depósito lo sería pero ya sólo era un redondel de cemento donde se congregaba el contingente humano más numeroso de los pinares. Allí entrenaban los maletillas, los aspirantes a torero y, pese a la rareza del cuadro y la abundancia de color, el niño percibía que algo poco limpio había en aquello.

Torrero fue después las graveras, en las que trabajaba con los gitanos mi amigo Damián, el padre Damián, un capuchino cincuentón de largas barbas, poeta, pianista, humano hasta la fiereza, que sabía beber, que decía que mucho tenía que agradecerle Dios el haber renunciado por él a los hijos, que me quería casar por el rito gitano y al que mi padre increpó una noche: "¡Y a usted, más le valía ponerse a trabajar!", creyéndole uno de mis amigos crápulas que a las seis de la mañana nos bebíamos en su casa su ginebra.

Y mis chicas de Torrero, tan buenas, tan ricas, tan majas, tan guapas...


JAVIER BARREIRO - Escritor y conferenciante