Dejé de creer en los Reyes Magos el día en que mis padres me llevaron a unos grandes almacenes de la ciudad. Allí, en el rellano de una gran escalera, el rey Melchor estaba sentado en un regio sillón dorado junto al que pasaban encopetadas señoras con bolsas de juguetes y algún niño, debatiéndose entre la emoción y el miedo, se cobijaba entre su túnica para que le hicieran la fotografía de rigor. A pesar del entusiasmo con el que mi madre me invitaba a prometerle a aquel rey que iba a ser muy buena, no dije nada y, entre huraña y avergonzada, agaché la cabeza porque mi inocencia ya no era tan pura aquel invierno y, de algún modo, intuí que aquel personaje era un hombre disfrazado de rey.
Creo que ésta fue la primera vez que sentí nostalgia de las mañanas de Reyes de Bórmigos, con olor a pan recién hecho y a tostadas fritas con azúcar. Y de las noches de las vísperas cuando me levantaba a mirar por el cristal de la ventana con mi cara inocente impregnada de luna y estrellas, tratando de ver llegar a los Reyes cuyas pisadas creía percibir entre los ruidos que produce el silencio. Siguiendo las consignas de mi madre aquella noche había que acostarse pronto, cuando la tarde aún desprendía las últimas luces de sus cielos fugaces, pues los Reyes podían llegar en cualquier momento montados en sus caballos y no le dejaban juguetes a los niños que no estaban dormidos. Los Reyes que pasaban por Bórmigos no viajaban en camellos, sino en caballos, ni llevaban pajes que los guiaran por los caminos intrincados de la aldea porque ellos lo conocían todo. La tía Dolorcitas, que sabía todas las cosas, en vísperas de la fiesta siempre nos recordaba que había que dejar junto al balcón no sólo los zapatos sino también membrillos y un cubo de agua para los caballos que venían fatigados de tan largo viaje e incluso un plato con mantecados por si los Reyes traían hambre. Y era una delicia cumplir aquel rito de colocar alineados en torno al pequeño balcón de la casa todos aquellos objetos recomendados, con la misma emoción con la que luego se recitaba la oración Cuatro esquinitas a la hora de meterse en la cama. Estas imágenes dispersas se reunieron aquella tarde en mi memoria abriéndose paso entre las percepciones que me venían de aquel rey sedente lujosamente vestido, sin ninguna huella de polvo en sus zapatos o de fatiga en su rostro y que, inmune al cansancio, le preguntaba a un niño tras otro si iban a ser buenos. Teniendo a mi lado a una madre tan ilusionada con aquella escena, me cuidé mucho de no expresar mi desencanto por aquella estampa que enviaba una de mis fantasías de niña al desván de los sueños rotos. Pero en mi interior me quedó muy claro que aquel era un rey ficticio y que los verdaderos Reyes habían sido los de Bórmigos porque eran misteriosos e inaccesibles y, en tanto que magos, traspasaban los ventanales para dejar su carga de juguetes a los niños sin necesidad de que nadie les abriera las puertas. Nunca me los había imaginado con cabeza coronada, sentados en sillones dorados, sino con sobrios ropajes de estameña y cubiertos por el polvo de todos los caminos que transitaban para visitar a los niños del mundo entero. Tampoco los había imaginado sentados en el trono de sus castillos ni ataviados con capas de terciopelo sino en bata y zapatillas observando los astros con sus grandes telescopios y trazando sus movimientos en viejos pergaminos. O inventado artilugios mágicos para traspasar las ventanas o entrar por las chimeneas de las casas sin problema alguno. O sea, eran más que reyes, magos, y por eso ningún niño los veía nunca. Ni siquiera los pudieron atisbar algún año mis avispados ojos que observaban tras el cristal de la ventana hasta que los rendía el sueño. Pero estaba segura de que llegaban y entraban por el balcón porque a la mañana siguiente habían desaparecido los membrillos, casi todos los mantecados y el agua del cubo había bajado de nivel. En recompensa, nuestros zapatos estaban a rebosar de caramelos y habían dejado un montón de regalos en torno a ellos. Aquellos Reyes eran además sabios porque nunca se equivocaban y junto a los zapatos de cada una de las hermanas dejaban exactamente lo que cada una les habíamos pedido en aquellas cartas de letra destartalada y con faltas de ortografía que les habíamos escrito unos días antes y que mi madre depositaba luego en el buzón de correos con total sigilo.
Las mañanas de Reyes madrugábamos mucho los niños de Bórmigos después de haber soñado con ellos toda la noche, al menos yo soñaba todos los años. Nos levantábamos con la débil claridad del amanecer y corríamos junto al balcón aunque a esas horas el invierno estaba agarrado con fuerza a sus barrotes. Recuerdo que me tiraba de la cama desafiando la maraña del sueño y a mi lado me parece ver todavía a mi hermana Sole con sus trencitas despeinadas en las mañanas de Reyes y los ojos todavía impregnados de sueño y de pereza.
-Julia ¿habrán venido ya?, me susurraba muy bajo temerosa de que aún no se hubieran marchado y pudieran oírla.
-Si, que ya ha amanecido, le respondía yo en voz más alta, tirando hacía atrás la cobija de la cama y saltando de ella para dirigirme al balcón.
Ahora, al evocar aquellas mágicas imágenes, puedo adivinar también el mundo que debía de existir tras la risa complacida de mi madre, al contemplarnos desbordadas de ilusión, y mi memoria salta de un recuerdo a otro con una pulsión de sangre que no puedo gobernar. Hay una gran dulzura derramada en todos aquellos recuerdos. Incluso la hay en el único episodio triste ocurrido un año que me porté muy mal los días previos a la fiesta y los Reyes dejaron junto a mis zapatos dos grandes trozos de carbón. Pero a escondidas, como en un acto de gracia, a mi madre le habían entregado una muñeca para que me la diera más tarde, después de que llorara arrepentida con el corazón medio quebrado y con tanto sentimiento que mis lágrimas, grandes y calientes, rodaban como perlas por mis mejillas y caían en la taza de café con leche donde desaparecían. Sin embargo, aquel fue sólo un percance aislado y por eso en aquellos días no tuve más impresión dolorosa que aquella sutil forma de tristeza. Todo lo demás fue, sucesivamente, ternura silenciosa, murmullos de juegos, una amable coincidencia de caras infantiles sonriendo, muñecas y caballos de cartón, triciclos, tambores de abigarrados colores, trompetas brillantes, camiones de madera o de hojalata, diábolos, cocinitas de minúsculo menaje, estuches, libros de cuentos… un lejano y confuso montón de sueños conseguidos, capaces de acarrear la felicidad suprema a los niños, que jugábamos bajo un sol débil que derramaba cansinamente sus rayos sobre la solana donde olía a establo, a cereal y a leña quemada. Algunos años la solana resplandecía con el blanco y frío ritual de la nieve y entonces buscábamos cobijo en uno de sus soportales porque era tradición en ese día jugar todos los niños reunidos y lucir los regalos hasta apurar el breve resplandor de los atardeceres del invierno.
La felicidad en buena medida debe de estar hecha de retazos de aquellos días, que nunca enterrará el olvido, de escenas de campos vestidos de verde, cantos de pájaros y silbidos de trenes que se iban a no sabía donde. Y también del sabor entrañable del pan con chocolate que me daba mi abuela para las meriendas.
Aún puedo rememorar aquellos mágicos días de Reyes y habitar paraísos, como si el tiempo no hubiera pasado por nosotros o la niebla no hubiera usurpado muchos pasados sueños. Desde aquel confín del horizonte, salvo el apurado momento de los trozos de carbón, no tuve ninguna percepción triste. Ni siquiera el de aquella niña que una mañana de reyes paseaba su tristeza entre juguetes de otros niños y que al ser preguntada si no tenía juguetes por haber sido mala respondió.
-No es por eso, es porque mi casa está en una calleja muy estrecha y por allí no pueden subir ningún año los caballos de los Reyes.
En aquellos momentos pensé que verdaderamente debía de ser un fastidio vivir en una calleja cuya estrechez te usurpaba los sueños de la noche de Reyes. Sólo con el transcurso del tiempo y la pérdida de la inocencia alcancé a comprender la piadosa mentira de aquella madre. Y también supe, a su debido tiempo, que aquella niña era hija de José el Pintao, huido y muerto en el monte después de la guerra, y que su madre se ganaba difícilmente el pan lavando ropa en las casas de los labradores ricos. Pobre y mal vista por lo del marido, su hija se quedaba todos los años sin juguetes. Desde este otro confín de ahora, es esa una historia de las que me dispara directo al corazón y me impregna los recuerdos de tristeza, sobre todo, porque aún sigue habiendo en el mundo muchas calles estrechas por donde no pueden subir los caballos de los Reyes.
Pero esa toma de conciencia vino después. Antes de ella, en los rincones de mi memoria solo hay candores de aurora, cielos plácidos donde los días dormían su sueño azulado, o paisajes de hermosas nieves donde en el llano de la solana jugábamos hasta que el poniente malva se transformaba en sombras.
Me gustaría haber descrito aquellas entrañables imágenes con palabras eternas y perennes para que no se pierdan nunca las bellas mentiras que creímos de niños ni pasen a formar parte de nuestra renuncia y nuestro olvido. La escritura salva nuestras historias si los recuerdos se disgregan pero es difícil expresarlos todos porque los más bellos no pueden transferirse a nadie al estar adheridos con inusitada fuerza al corazón. |