AQUEL REY MAGO DEL SEPU
(Medias suelas en los zapatos)

José Carlos Utrilla Fernández


          En las Navidades zaragozanas de los años cincuenta, la chiquillería disfrutaba de las cosas típicas de la época, algunas de las cuales afortunadamente todavía se conservan. En primer lugar tener unas vacaciones merecidas, después de aquel verano ya lejano, un poco disimulado por las aún recientes Fiestas del Pilar. Decir vacaciones entre los chicos, especialmente entre los varones, era tanto como decir jugar en la calle, a pesar del frío invernal. Realmente en la calle jugábamos todo el año, pero en aquellas fechas el bullicio era distinto. En todas las casas había una pandereta, turrón (especialmente el de guirlache), villancicos, y la llegada de la Nochebuena, Navidad y Nochevieja reflejaba un ambiente especialmente familiar al del resto del año. Por supuesto la consabida visita a los Belenes de la ciudad, con un recuerdo especial al Belén más grande de todos, situado en el Paseo de la Independencia en la zona central, que era la que servía de paseo para los ciudadanos, ligeramente más alta que las calzadas laterales, por las que circulaban los coches y tranvías. Qué duda cabe que se podían visitar más Belenes, pero estaban en lugares cerrados, habitualmente en Iglesias. A pesar de la grandeza y solemnidad de los Belenes que visitábamos, había un Belén más especial: el que teníamos cada uno en nuestra casa. El mero hecho de sacar las figuras, el corcho, la nieve, el musgo y el papel plateado para simular el río, ya era todo un acontecimiento. Si se le añadía alguna luz, entonces ya era la apoteosis, y lo más importante, el instalarlo. Aunque se procuraba mantener más o menos el formato del año anterior, siempre había alguna ligera modificación porque con un poco o mucho de suerte, se añadía alguna nueva figura. Y entre aquellas figuras, que una vez colocadas ya no se solían mover de posición, había unas que sí que se movían, mejor dicho, las movíamos: Los Reyes Magos con sus pajes y camellos. Ése sí que era un acontecimiento, porque desde la fecha en la que se colocaban los Belenes, a partir del 8 de Diciembre Fiesta de la Inmaculada Concepción, entonces Día de la Madre, y el 6 de Enero, había muchos días para que los Reyes fueran avanzando hasta el Portal y la mesa o el tablón no era tan grande. De tal manera, que el día de Navidad, ya estaban prácticamente en el Portal. Tus padres los hacían retroceder por la noche, pero nosotros los volvíamos a adelantar por las mañanas. Pero esos Reyes, que conmemorando la venida de Jesús a la Tierra, adoraban al Niño y les llevaban oro, incienso y mirra, tenían una réplica en la vida real, porque a la chavalería les traían juguetes, y claro, ésos ya no eran de plástico o barro, sino de carne y hueso. Y aunque la llegada de los Reyes a nuestras casas coincidía con el final de las vacaciones, los regalos compensaban el mal trago de tener que ir al día siguiente al colegio.

          Si los Reyes nos hubieran traído los juguetes a casa la noche del cinco al seis de Enero sin más, hubiera tenido gracia, pero no tanta. Lo importante realmente era que durante esas fechas les podías entregar la carta en persona, solicitándoles lo que quisieras, aunque no siempre te traían todo. Tus padres te lo argumentaban como buenamente podían, diciendo que había muchos niños en el mundo y que no llegaba para todos, pero al que al año siguiente seguro que lo tendrías. En mi casa les solíamos dejar algo de comida y una copa de coñac, que por supuesto siempre se bebían.

          Y durante esas fechas ibas a verlos varias veces. En Zaragoza estaban sobretodo en la zona centro, concretamente en el Bazar X en el Coso (actual Fnac), en la calle Alfonso I en los Almacenes El Águila y el Ciclón y también, aunque más tarde, en Galerías Majestic en el número 15 de la misma calle. Indudablemente aquello sí que era todo un acontecimiento, al que acudías con cierto temor, porque con sus capas y barbas lo cierto es que imponían.

          Pero había un Rey más especial, que siempre era Melchor con sus barbas blancas. Y no es que lo fuera el Rey en sí sino el lugar en el que estaba situado: en el SEPU de la calle Torrenueva. Lo que realmente le hacía especial era, que para llegar a su trono tenías que subir las escaleras mecánicas de madera. Está documentado que esas escaleras fueron las primeras que tuvo un establecimiento comercial en España, a pesar de que la sede central de SEPU estaba en Barcelona.

          Y subir aquellas escaleras, para un niño, incluso para muchos mayores, era algo maravilloso. Además, nada más llegar al final de ellas, girabas la cabeza y ahí mismo estaba Melchor sentado en su trono. Supongo que a muchos niños, sus padres les llevarían al SEPU en esas fechas dos, tres o cuatro veces, pero el que les escribe vivía enfrente mismo y sus amigos en el mismo barrio. Para nosotros, en aquellas fechas el SEPU era nuestra segunda casa. No se trataba de ver sólo al Rey, sino los juguetes que había en la planta, envueltos en sus cajas, y sobretodo en los escaparates de la calle, en los que los podías ver al natural con las cajas abiertas. Aquello ya no tenía precio. Allí pasábamos horas y horas jugando con la imaginación.

          Pero llegó un día, cuando teníamos alrededor de los siete, ocho o nueve años, en el que los Reyes se nos quedaron pequeños. Amigos mayores, primos, compañeros de clase, empezaron a decirnos que aquello de los Reyes era mentira, que los Reyes eran “papá, mamá y bolsillo”. Qué desilusión, nos habían engañado. Por un instante dejamos de ser niños, pero no terminábamos de creerlo, a pesar de que las dudas ya hacía tiempo que las teníamos. Lo cierto es que si estábamos dejando de ser niños, para saber si era cierto o no tendríamos que averiguarlo por nuestros propios medios sin ayuda de las personas mayores. Por supuesto, teníamos claro que no se lo debíamos de preguntar a nuestros padres. Y quizás por primera vez creamos una estrategia en grupo. Cada cual aportó la manera que consideró más adecuada. Si aquel Rey “no era de verdad” teníamos que demostrarlo, y si era de verdad, que en el fondo es lo que nos hubiera gustado, también.

          Montamos guardia en la puerta. El Rey estaba desde las cinco hasta las ocho de la tarde. Nunca nos dio por pensar si venía ya vestido desde la calle. Por lo tanto, hacia las cuatro y media estábamos disimulando en los alrededores de la puerta. Nadie entró vestido de Rey, pero a las cinco ya estaba sentado en el trono. Aquello no tenía buena pinta. Quizás había que madrugar más. Como el SEPU abría a las cuatro de la tarde, allí estábamos ya a esa hora haciendo guardia. Y sucedió lo mismo que el día anterior, y el trono fue ocupado nuevamente a las cinco.

          Cambiamos la estrategia. Puesto que entraba, también saldría. Es cierto que al terminar se metía en un cuarto que cerraban con llave. Se trataba de esperar hasta que saliera, pero no salió. Nueva decepción y nueva estrategia, esperaríamos en la puerta del cuarto y también en la puerta de la calle. Nadie salió vestido de Rey. Alguien comentó que a lo mejor salía vestido de paisano. Claro, por eso no le veíamos salir. Pero y cómo distinguirle con esas barbas, corona y capas, una vez que se quitara todo ese equipaje. Estábamos perdidos. Tratamos de escudriñar en la medida en que pudimos, el color de sus ojos, de su piel, sus cejas. Todo resultó en vano. Pero alguien observó algo en lo que nunca antes habíamos caído. Al mover su capa, vio ligeramente el color de los pantalones y zapatos. Esperamos en la puerta con ojos de lince para poder detectar aquellos pantalones grises con el dobladillo hacia arriba y los zapatos marrones con cordones, no muy nuevos por cierto. Nadie salió vestido de esta manera. Se nos hundió el mundo, no era posible controlarle. Alguien apuntó la idea de esperarle al día siguiente en la puerta, pero nadie entró vestido así. Realmente estábamos perdidos, pero a uno se le ocurrió la genial idea. El SEPU tenía una puerta trasera por la que entraban la mercancía, tal vez salía por allí. Esperamos a partir de las ocho de la noche, y es cierto que de vez en cuando salía alguna persona, pero nadie con las características indicadas. Finalmente, alrededor de las ocho y media, salió un señor de unos treinta y tantos años que reunía todos los datos que tan grabados llevábamos. Cruzamos nuestras miradas sin hablarnos, y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo previamente gritamos al unísono: ¡Eres el Rey, eres el Rey! El Rey sonrió y siguió cuesta abajo su camino por la calle Antón Trillo que conducía hasta el Mercado Central, pero nosotros seguíamos gritando ¡eres el Rey, eres el Rey, eres el Rey! A Melchor no le quedó mas remedio que echar a correr con todas sus fuerzas y nosotros le seguimos durante un buen rato, pero la fuerza de su juventud terminó por agotarnos. Daba igual, habíamos ganado la batalla.

          Y aquel día, sin que nosotros fuéramos conscientes de ello, sucedió algo que quizás marcó para siempre nuestro carácter. Los más impetuosos llegaron a sus casas y de inmediato les dijeron a sus padres que lo de los Reyes Magos era mentira, a lo que sus padres respondieron:

          -Efectivamente, por lo tanto eso quiere decir que estás dejando de ser niño, así que este año ya no tendrás juguetes, pero a cambio tendrás unas medias suelas en los zapatos, que falta te va haciendo.

          -Pero eso no es justo, me he portado bien todo el año.

          -Naturalmente hijo, ese es tu deber, has hecho lo correcto. Los más cautos, entre los que me encontraba yo, no dijimos nada, volvimos a tener juguetes, eso sí por última vez porque al año siguiente ya no colaba decir que no lo sabías.

          Y por supuesto, además de juguetes, también tuvimos medias suelas en los zapatos.

 

JOSÉ CARLOS UTRILLA FERNÁNDEZ
Artículo publicado en la revista "La Sirena de Aragón" del Club Cultural del Banco Santander (Zaragoza)