RELATOS EXTRAÍDOS DEL LIBRO "FÁBULAS DE MONTEMOLÍN"

(De José Antonio Prades Villanueva)

EL BARRIO DE MONTEMOLÍN
 

Nadie sabe dónde comienza exactamente el barrio. Y es que formamos un barrio pequeño, aprisionado por dos corredores de cemento y asfalto, Las Fuentes a la izquierda, y San José a la derecha, según se mira río abajo. La mayoría le da el comienzo en el puente del Huerva, al principio de Miguel Servet, y el final, en el gran silo de la carretera de Castellón. No dicen nada de su extensión lateral. Digamos que hay opiniones dispersas, cuya discusión poco aporta a la clarificación de las fronteras. Los expansionistas nombran propios a terrenos que siempre pertenecieron a los barrios colindantes y alargan el eje desde la Plaza San Miguel hasta el cementerio de La Cartuja. En fin, por menos se libraron batallas, así que nadie les hace caso. Los tradicionalistas traen los límites al Matadero Municipal y a las Sopas Cenis, o la Lechería Quílez en la otra acera, dando anchura hasta el camino Cabaldós y el camino Fillas. ¡Ah, por cierto!, el nombre del barrio es también objeto de discordia: los "snob" prefieren llamarlo Miguel Servet, por aquello de la fama universal y de la categoría de la calle; los de Tranvías, y por extensión casi todos los habitantes de Zaragoza, lo conocían como el Bajo Aragón, pues empalma con la carretera que llevaba a las tierras de los tambores: Alcañiz, Calanda, Híjar...; los antiguos, los fundadores, se quedan con Montemolín, y no sé de dónde viene el nombre, nadie me lo dijo nunca.

Realmente, pues, es como si el barrio no existiera... sus límites se diluyen, su nombre se divide y allá, visto por el aire, la calle grande del barrio, la de Miguel Servet, únicamente serviría para deslindar Las Fuentes de San José. Y como no quiero que Satán se apodere de estas hojas, veo necesario fijar cuanto antes una delimitación. Debo decir antes que a mi guía protector no le gusta fijar fronteras, pero tratándose de los diablillos permite una excepción que vulnere la dimensión universal de los espíritus.

Puesto que mi infancia es lo que cuenta, será mi opinión (perdonen) la que sirva como voto de calidad. Según mis andanzas, según mis terrenos naturales, el límite Oeste se fija en el cine Roxy, lugar de aventuras, triunfos, derrotas, lágrimas y sonrisas. Al Este, cierro con el Palacio de Larrinaga y con los Marianistas, incluyendo las casas de la CEFA, donde al tiempo me enteré que se fabricaban juguetes anunciados en televisión (me hinché de importancia). Al Norte, los patios traseros de Giesa, CIMA y el antiguo Reformatorio, cortan los dominios. Hago a "la filla" terreno neutral. Y al Sur, me muevo poco, porque sólo se incrustan en los números pares de Miguel Servet el hueco de la plaza Utrillas y las acequias de la Granja. ¡Atención!, hago islas en dominios ajenos: sean La Salle más al Oeste, y la manzana que englobaría las Sopas Cenis con las lecherías Quílez y con la Piscina Montemolín. Es decir, un barrio que nace sin solución de continuidad y que termina en los albores de la ciudad por Levante, un barrio chiquito, olvidado en los mapas, fantasma para los diablillos de los barrios vecinos, próspero para el alcalde pedáneo y único para el ángel extraviado.

No pretendo haber acertado, ni siquiera haber complacido a unos o a otros, y mucho menos ser juez de la controversia. Además, si hubiera hecho caso extremo a las ternuras de mi recuerdo, habría limitado el barrio a las cuatro esquinas de las cuatro calles: Miguel Servet, Belchite, Higuera y del Sol, por donde discurría mi único paseo en libertad allá cuando acababa de conseguir mi supuesto uso de razón.

Quizá sea más romántico limitar el barrio a los carteles... presagio de humos, sabores, tertulias..., estandartes inmóviles de actividad o complacencia. Allá donde dice: Bar Nerín, que sirve el desayuno a los matarifes que trabajan en el Matadero Municipal, sito justo a su frente, Bar Nerín que alimenta para dar vida a los que dan muerte para alimentar, o allá: Bar Otelo, reino del café, copa, puro y guiñote, punto neurálgico, confluencia de palabras, o frente a la plaza Utrillas: Bar Didí, que agarra chaflán en la casa nueva de los Diego, o: Bar Utrillas, escape de la Policía Municipal en la madrugada... En estos lugares se juntan los personajes encantados para robarle tiempo al tiempo y colocar su producto en el mercado del Camino al Más Allá. Son los carteles del descanso, o de la charla para arreglar el país, o de la disputa por aquel "renuncio", o del desahogo del vino, o de la evocación de un pasado mejor... No sería nada el barrio sin los bares.

Más carteles... La CEFA, en Levante, jardín de ilusiones con sabor a plástico, botín de los Reyes Magos, prefirió esconderse cerca de la filla, en la esquina que casi no es barrio para que los chavales nunca la descubrieran; quizá, con mala fe, para no ser robada; quizá, con buena fe, para no derrumbar la fantasía de Melchor. En una manzana inmensa, con fachada de ladrillo, torreón cuadrado y portón con arco de medio punto, la GIESA, única fábrica en cadena del barrio, le da nombre internacional, los trenes desembocan en su entraña y, ¡envidia!, los Reyes de Oriente dejan regalos adicionales a los hijos de sus empleados. De la CIMA sólo recuerdo que traía árabes y cubanos, con sueños de las mil y una noches y aires de igualdad comunista.

La energía de Montemolín se nutre de un calor surgido bajo unas letras rojas, encuadradas por un diseño en doble arco, anchas por los extremos, cerrándose hacia el centro, como queriendo exprimirse para lanzar el ataque hacia la conquista de la ciudad... las letras de PEIPASA. De sus hornos, sale pan caliente de lunes a sábados, y el asado de mamá los domingos. Gabriel Pellicer, hijo del dueño, pasea a caballo por debajo del cartel. Y, sin saberlo entonces, como ahora he descubierto, el fuego continuo hizo crecer demasiado a una niña especial que vivió sobre las letras rojas y a la que tardaron en conocer los niños aventureros del barrio.

Me impresionaba la Casa de los Martínez, ultramarinos de postín, de techos altos, casi alcanzados por estanterías lúgubres de madera, suelo crujiente, luz escondida, sardinas rancias en la puerta y sacos de legumbres pegaditos al mostrador. La simpatía de los dueños, siempre con caramelos para los chicos, no rompía la sensación de terror, y pocas veces entré solo con el recado de mamá. En los Ultramarinos Cenis me encontraba mejor, y eso que no me daban caramelos. Hace muy poco que he descubierto el porqué, razón de infante. En los Martínez, la entrada se abre de costado, es decir, el mostrador y los productos aparecen de lado, y el local se pierde poco a poco en la oscuridad; todo parece mirarte de soslayo, con aire de superioridad. En cambio, en los Cenis, encuentras de frente a una señora dulce, de frente, repito, con sonrisa eterna, tras un mostrador simétrico a tu posición, los sacos abiertos hacia ti, ofreciéndote lentejas, garbanzos y alubias... Casi igual que con los Martínez, me ocurría en la Cooperativa de la Estación, pero había más luz y un dependiente calvo completo, con camisa blanca, que daba sensación de amparo.

La verdulería de la Alicia, con la señora Felipa al fondo, fue la cuna de "el moreno Julián". Y junto a ella, la pescadería de doña Pilar, con Ignacito de lumbrera, y la droguería de Pepe Palacios, local ínfimo con más de cien mil artículos colgando del techo como telarañas... La Pilarín del kiosco nos ilustraba con los tebeos de Bruguera y nos malalimentaba con caramelajos que sabían a gloria después de ganar la propina. Y el señor Ullate, con su cara de judío simpático nos vendía en su carpintería los paneles para el colegio (la importancia que me di cuando me enteré de que su hijo era un bailarín de talla internacional).

En la esquina de Miguel Servet y Belchite, antes de llegar a la frutería de la señora Dora, lugar para rapiña de cerezas, se yergue, humilde, la Bombilla, tienda de casi todo para comer, más que ultramarinos, de los Garay, serios comerciantes, que no tienen ni idea de lo que guardan en su establecimiento. No lo voy a descubrir ahora... Es un local cuadrado, enmaderado de techo a suelo, con belleza sobria en su mostrador. Siempre la observé mejor desde fuera; su perspectiva desde la puerta, sobre los escalones descendentes del acceso, daba sensación de pintura renacentista, y algo me empujaba a entrar...

Por la calle Fillas, los "señores Domingos", que se alargan por una manzana entera, trabajan en algo que nunca supe muy bien. Quizá me llaman la atención por la eterna bondad que regala uno de sus dueños, el señor Cesáreo, y su mujer, doña Antonia, y su hermana, doña Pilar. Además, desde casa de mi abuela veía los tejados del garaje.

Me ensimismaba con los carteles, vistos desde tan abajo, dispuestos para informar de la sorpresa, artísticos unos, cochambrosos otros. Y me preguntaba cómo los pintarían, sobre todo los del cine Roxy para anunciar las películas. Alguna noche soñé que cobraban vida y todos a coro iban hablando como charlatanes incansables de lo que sus letras querían enseñar. Nada sería el barrio sin ellos, país sin identidad. Me molesta que en lugar de rehabilitarlos los cambien, prefiero que se mantengan siempre igual, y cuando alguno desaparece, paso tiempo sin mirar al sustituto, por mucho que sea luminoso o más llamativo. Suerte que la Peipasa nunca cambia, y sus letras de fuego y pan tierno se mantienen impertérritas en su fachada, junto al número 128 de Miguel Servet.

Quizá el barrio no se acaba, quizá no comience, quizá sus límites sólo sean quimeras y, como la Ley Universal dice, las fronteras son signo de debilidad, pero yo solamente podré eliminarlas cuando alguien convincente, maestro de la verdad, consiga hacerme entender que no pertenezco a tal o cual ambiente, a tal o cual país, sino que soy, sin raza ni color, un ciudadano del mundo, o más todavía, un habitante de las galaxias...


LOS JUEGOS GENERALES
 

En la plaza Utrillas, se juega a casi todos los juegos habituales. No suelen existir grandes enemistades, pero la rivalidad se agudiza cuando se trata de un juego competitivo. Los muchachos de mala ralea no suelen acercarse por allí, y si lo hacen, son expulsados por los abuelos guardianes de la plaza.

No he profundizado en juegos de niñas debido a que no lo soy -aunque en ocasiones me gustaría serlo- y a que, por regla general, vienen pocas veces a la plaza, por aquello de que la feminidad se guarda en casa, al abrigo de las bestialidades propias del otro sexo. Sé que juegan a las muñecas, a mamás y papás y a médicas y enfermeras. Últimamente, alguna chica se añade al grupo de los chicos y su admisión provoca grandes disputas, que siempre se resuelven a favor de la nueva socia. No suele haber batallas de sexos, a diferencia de Las Fuentes y San José.

Existen juegos generales, es decir, que no resultan específicos de la zona, y que tienen las mismas reglas en todos los barrios de la ciudad. De entre ellos, nombraré y describiré tres: el taco, el marro-pañuelo y las chibas.

Al taco, como su nombre indica, se juega con un taco. Este utensilio se adquiere en una zapatería o, en caso de urgencia económica puede arrancarse de un zapato viejo, aunque su aerodinámica estará mermada por el desgaste lógico del uso. Me explicaré: se trata de la tapa de goma que protege el tacón de un zapato masculino. Como mínimo se necesitan dos participantes. Antes de comenzar, se fija el monto de pago del perdedor, siempre en unidades de cromos. Así es el juego:

Se comienza alternativamente en cada jugada, lanzando el taco a distancia, generalmente con un vuelo circular. Se trata de que el taco propio se acerque lo más posible con una tirada al del contrincante. Siempre se tira en alternancia. La partida finaliza cuando se han eliminado a todos los jugadores con un ganador final. Dichas eliminaciones se producen de la siguiente manera:

A) Por palmo: el taco del tirador queda a menos de un palmo del taco del rival. El pago es unitario por el monto acordado.

B) Por montada: el taco del tirador queda encima del taco del rival. El pago es del doble del monto acordado.

NOTAS:

*Puede acordarse que la montada total (taco del tirador completamente encima, sin tocar suelo, se pague al triple).

*Cuando el taco del tirador se encuentra a una distancia muy cercana del atacado (debe acordarse previamente tal distancia, medida por palmos, aunque generalmente es un paso), se lanzará mediante tirada de vela (en pie, se coloca la mano a la altura de la clavícula y se deja caer el taco). Esta situación se provoca por un fallo del atacante en el intento de acercamiento. Con esta regla, se pretende no perjudicar al jugador arriesgado, pues la tirada de vela evita casi siempre la montada y, por lo tanto, el pago doble o triple.

A marro-pañuelo se juega por equipos en un campo previamente delimitado. Es preciso un árbitro que decida en las controversias. Este árbitro se coloca justamente en el extremo de la línea central del campo, sosteniendo con el brazo estirado y paralelo al suelo un pañuelo por una de sus puntas.

Los equipos se colocan detrás del límite exterior del campo, frente por frente. Cada jugador tiene adjudicado un número correlativo desde el uno hasta el número de participantes, cuya cantidad debe ser idéntica para los equipos. Esta adjudicación debe ser secreta por razones obvias.

El árbitro dirá en voz alta un número, y nada más nombrarlo los jugadores que lo tengan adjudicado, uno de cada equipo, deben acudir a agarrar el pañuelo.

No puede atravesarse la línea central, si no es con el pañuelo en la mano, bajo amenaza de eliminación. En el momento que uno de los jugadores agarra el pañuelo, gana el lance y elimina al contrario si logra alcanzar su línea de salida sin que le haya pillado. En el caso de ser apresado, el poseedor del pañuelo será el eliminado. Gana el equipo que elimina a todos los contrincantes.

Sin que lo diga ningún reglamento, se aconseja designar a un capitán. Puesto que el árbitro dirime las controversias, muy habituales, se recomienda que se nombre como tal a una persona de edad, sin familiares en el juego o, en su defecto, con probada equidad. Generalmente, se nombra a los abuelos.

A las chibas se juega en un espacio de tierra que contenga la mínima cantidad de piedras posible. Las chibas son bolitas de cristal del tamaño de un bombón. Presentan interiores espectaculares con mezclas de colores difuminados. En algún otro lugar también les llaman canicas.

Los jugadores, dos o más, se colocan en un extremo del campo. Previamente, en el centro se habrá excavado un pequeño hoyo llamado guá. La primera tirada, que se realiza en forma alternativa, siempre tratará de introducir la chiba en el guá. Mientras no se consiga, está prohibido atacar al contrincante. Una vez hecho guá ya puede atacarse a cualquier adversario, incluso aunque éste se encuentre todavía intentando acertar en el hoyo.

Se trata, pues, de atacar la chiba del contrario. Para eliminarlo es necesario golpearla con éxito cinco veces: chiba, pie, tute, retute y valedar.

1) chiba: golpeo directo.

2) pie: después del golpeo, las dos chibas deben guardar al menos un pie del tirador de distancia; si esta medida no se consigue, se pierde el turno.

3) tute: golpeo directo.

4) retute: golpeo directo (es opcional, según acuerdo previo, pero siempre se utiliza).

5) valedar: después del golpeo, las dos chibas deben presentar una distancia de al menos cinco palmos del tirador; si esta medida no se consigue, se pierde el turno.

Después de estos cinco ataques triunfantes, debe acertarse nuevamente en el guá. Al conseguirlo, el contrincante que ha sufrido el valedar queda eliminado. Los intentos para superar cada una de estas fases son continuados, siempre y cuando no se falle. Es decir, que un buen tirador podría eliminar a todos los adversarios (ha ocurrido en alguna ocasión) en una sola tirada. Los ataques válidos de un contrincante a otro se mantienen durante toda la partida, por lo que la tirada contra un adversario ya atacado supondrá continuar siempre con el paso inmediato, es decir, hay que mantener en la memoria el paso de ataque que se ha realizado con éxito contra cada adversario. En caso de haber llegado al valedar con dos o más contrincantes, conseguir gúa elimina a éstos simultáneamente. La técnica de disparo es: colocando la mano lanzadora a modo de puño y con la punta del pulgar entre el índice y el corazón, la chiba se rodea por el interior del dedo índice contra la uña del dedo pulgar, que será el impulsor del lanzamiento. Para ayudar en la puntería, el disparo puede producirse levantando la mano lanzadora a un palmo del suelo. En este caso, por razones de estabilidad, la mano de apoyo se estira, con el meñique en el suelo, y el puño se apoya sobre el pulgar. Suele jugarse sin monto a pagar, pero si se pacta cantidad de apuesta, debe fijarse el cobro por eliminar a un contrincante y el cobro por haber quedado ganador final, que será satisfecho por todos los eliminados. Siempre se cobra por chibas y si están "quicadas" (con alguna mella), su valor se reduce a la mitad. Es impresionante observar una partida con cuatro o más participantes.


LOS JUEGOS PROPIOS
 

Los juegos a destacar que presentan características peculiares en Montemolín son tres: las chapas, las carreras de bicicletas y los partidos de fútbol.

En fútbol, la variedad consiste en que, dadas las dimensiones de la plaza Utrillas, así como el mal genio de don Benito (guardián del edificio de la Estación), se han establecido unas reglas específicas: los límites del campo son redondos, alrededor de la plaza, y los tiros a gol deben realizarse desde una distancia menor de cinco pasos de la portería. El motivo de esta última se basa en la búsqueda del alejamiento de los cristales de la Estación, con ánimo de evitar tres cosas: la rotura de los que quedan, la pérdida del balón por el agujero de los que faltan y el enfado de don Benito por cualquiera de ambas circunstancias.

Se provocan situaciones curiosas. Por ejemplo, ver correr a Gonzalito con el balón en los pies dando vueltas y vueltas sin que nadie pueda alcanzarlo. O ver cómo el equipo que marca un gol se repliega sobre su portería en un radio de cinco pasos, de tal manera que los contrarios se dedican a apartarlos con disparos de pelotazo aunque no valiera el gol si así se produjera (por este motivo se van rompiendo los cristales de la estación).Se juega sin árbitro.

Las circunstancias descritas hacen que el equipo de la plaza no consiga un entrenamiento adecuado, por lo que siempre han perdido contra el equipo de Larrinaga o el del Patronato de San José. Es de esperar que con los años mejore.Lo más normal es que al hablar de un ganador en una carrera de bicicletas se piense en quien llega el primero a la meta. En Montemolín también sucede lo mismo. El más rápido suele ser muy admirado y se lo considera ejemplo a seguir si su bicicleta es del mismo tipo que las demás. Ocurrió que un vencedor aprovechó que su tío belga le había regalado una máquina con ocho velocidades. Desde el día en que ganó, con una enorme ventaja, no se le admitió en competición y, naturalmente, su nombre no pasó a la posteridad... pero todos, todos, deseábamos probar aquel prodigio de la mecánica.

Pero no son estas carreras las que diferencian al barrio de Montemolín. Las características peculiares se centran en otros dos tipos de competición en bicicleta: la carrera lenta y la carrera de cintas.

Hay raíces que nunca se pierden y, convertidas en tradiciones, conforman la solera de un pueblo. En Montemolín, ningún muchacho tiene un caballo, pero quién más, quién menos, aspira a convertirse en caballero. Generalmente, la carrera rápida no provoca en las damiselas de Montemolín grandes signos de admiración, por lo que los caballeros, en montura de dos ruedas, se entrenan más para demostrar su habilidad que su potencia.

Una vez al año, se convoca carrera de cintas. Para ello, Damián, el carpintero, fabrica un "arco de madera" rectangular, que se coloca del lado izquierdo de la plaza Utrillas de cuyo larguero se cuelgan cintas bordadas por las chicas del barrio. Según las reglas, está prohibido conocer por los participantes qué muchacha ha confeccionado cada trofeo (existe confabulación entre los chicos para que los hermanos delaten a las hermanas, y es un mercado que mueve muchos cromos). En el extremo de cada cinta se coloca una anilla, más o menos grande según la edad de los caballeros. La anilla debe ser atravesada por un lápiz.

Hay un cuerpo de jueces, madres, que deben determinar si la anilla se atravesó con el lápiz y no con un dedo traidor, y si la velocidad de pasada bajo el arco era la mínima exigida. Aquéllos que logran su trofeo sin manos en el manillar arrancan multitud de aplausos.

Nadie es proclamado ganador. Todos los participantes tienen tres oportunidades alternativas para conseguir trofeo. Una vez logrado, ya no se permiten más pasadas. Los chicos más osados, en sus primeros intentos, realizan proezas espectaculares para provocar admiración por su pericia.

Las pasadas se cumplen por un orden determinado en un sorteo con boletas de papel. Los chicos enamorados que han logrado averiguar el trofeo de su amada generan cuchicheos mercantiles para que los demás dejen libre su cinta. Las enemistades se hacen palpables.

El concurso termina cuando se han alcanzado todas las cintas. Para ello, si es necesario, se permiten oportunidades de repesca a los menos hábiles. Algunos, cuando ven que su objetivo ha sido conseguido por un contrincante o por un enemigo, se retiran enfurruñados.

Al término del juego, las muchachas declaran la propiedad de sus cintas y, junto con el poseedor, ocupan las mesas de a dos para ser agasajadas con una chocolatada. Si las pasiones coinciden, el ambiente es fabuloso; cuando hay intereses contradictorios, se oye un silencio sepulcral, pues uno no atiende al otro y las miradas se pierden buscando o vigilando al verdadero objetivo del corazón.

Cuando se acerca la convocatoria de la carrera lenta, los abuelos pueden pasear con tranquilidad por la plaza Utrillas. Y más el año en que la Junta del Barrio consiguió fondos para premiar al ganador con una bicicleta Orbea. En este concurso también participan las chicas, así que ellas y ellos se entrenan con gran dedicación. Se producen grandes disputas en el seno de algunas familias si existe solamente una bicicleta compartida. No tuve problemas porque mi hermana nunca gustó del manillar.

Como circuito se utiliza la pista de baloncesto del colegio de Marianistas, con un trazado de Norte a Sur. El sentido tiene su significado. Al Sur, el límite es el muro de un edificio con sus ventanas enrejadas. Al Norte, la pista termina con un bordillo que evita que las piedras del campo de fútbol caigan sobre su cemento. Y la pista, desde la línea de tiros libres hasta el susodicho bordillo, presenta una inclinación descendente muy apreciable, lo que en los dos primeros concursos, que tuvieron sentido de Sur a Norte, provocó numerosas caídas, debido a que el dominio de la lentitud es mucho más difícil cuesta abajo. Realmente, el cambio de sentido se decidió cuando Toñín frenó contra la mesa de jueces.

Como puede suponerse, se trata de llegar el último. Para ello, es obligado poseer buenos frenos y un excelente equilibrio, porque no puede tocarse el suelo ni una sola vez. Además, hay que mantener el trayecto en una calle ficticia de un metro de anchura. En los días cercanos a la carrera, el taller de Casorrán hace su agosto cambiando zapatas y tensando sirgas. Mi padre nunca me dejó visitarlo.

En el caso de que la anchura del campo no dé para que compitan todos los participantes inscritos, se realizan eliminatorias. Como premio, se conceden bolsas de caramelos a los tres primeros (incluso el año en el que se prometió una bicicleta, pues hubo que utilizar los fondos para obsequiar al Concejal de Hacienda).

Mi cruz fue quedar siempre el último en este concurso, para mofa de Julián y reprimenda de mi padre. Debo decir que mi habilidad tenía buen nivel, pero mi descuido en el mantenimiento de la máquina era demencial. A los dos meses, dejé inservibles los guardabarros, el guardaplato y los frenos. En lugar de zapata, mi freno consistía en zapato, o zapatilla, colocado entre el cuadro y la rueda trasera. Los días de lluvia recibía bronca maternal (por culpa del barro no guardado por los desaparecidos guardabarros). Naturalmente, sólo podía sostener el equilibrio durante el primer cuarto del circuito, mientras duraba la cuesta arriba.

Ahora bien, como las chapas no requerían un cuidado especial, se convirtieron en mi debilidad. Tampoco necesitaba poderío económico, pues simplemente visitando la trasera de los bares el surtido era variadísimo. Prefería las de Coca-Cola porque resbalaban menos al ser en mate argenta (creo que ahí residía parte de mi buen juego), y Julián, mi eterna pareja, siempre buscaba las de cerveza Ámbar por su color dorado, aunque tuviera que trabajarlas bastante hasta conseguir una superficie totalmente lisa. A nadie nunca se le conocieron chapas nuevas.

Definido el instrumento, explicaré el lugar de juego. Debe delimitarse un circuito estrecho, de unos veinte centímetros, y largo, a discreción. Son admisibles, e incluso recomendables, curvas y esquinas. En lugares poco transitados, la mejor opción es un bordillo de acera. Otra posibilidad es elegir una línea continua de la calzada; como ventaja, la chapa resbala con precisión; como inconveniente, siempre hay que apartarse al paso de algún automóvil, con dos riesgos: el de atropello y el de que aplaste las chapas en juego. No hay muchas líneas continuas en el barrio.

El número de jugadores no está determinado. Con un mínimo de dos puede iniciarse un juego competitivo. Asimismo, los participantes tienen permitido agruparse en equipos y no es necesario que se compongan del mismo número de integrantes, puesto que se juega por tiradas alternativas de chapa. La competición ideal se practica con dos parejas en equipo.

La chapa se coloca al inicio del circuito y se le transmiten impulsos para que discurra entre los límites. Si la chapa sale del circuito o golpea a una adversaria expulsándola, debe trasladarse al lugar desde donde se hizo la tirada. Por ello, es crucial la primera tirada: hay que conseguir quedar por delante del adversario.

Quien llega primero a la meta establecida es el ganador.

Cada participante puede impulsar su chapa como crea conveniente. El sistema más habitual es golpearla con la uña de cualquiera de los cuatro dedos superiores, habiendo presionado anteriormente contra la yema del dedo pulgar. Algunos arrogantes, aspirantes a futboleros, usan el pie, con resultados catastróficos.

La habilidad consiste en combinar fuerza y precisión. Según mis cálculos, es necesario mezclarlas en uno y dos tercios respectivamente. Elegir el índice, anular, corazón o meñique también forma parte de la técnica, porque la trayectoria de golpeo es distinta según se utilice uno u otro. Generalmente, el meñique es impreciso, pero con un buen entrenamiento puede ser muy útil. Asimismo, el balanceo del impulso puede ser horizontal o vertical. El horizontal consiste en colocar el dedo golpeador en paralelo a la superficie y sirve muy bien para las superficies rugosas, que requieren elevar la chapa para evitar el rozamiento. El vertical, dedo perpendicular, permite lanzar con mucha fuerza, pero al ejercer la presión contra el área de deslizamiento provoca desvíos de trayectoria. En el caso de jugar en pista deslizante, por ejemplo, pintura de calzada, es muy útil para conseguir largas tiradas.

La plaza Utrillas se convierte en uno de los focos más importante del juego de chapas. La competición se ha institucionalizado y los aficionados se cuentan por decenas. Ser buen jugador de chapas es un buen tanto para despertar admiración entre las chicas. También papás y abuelos respetan a los campeones.

Yo creo que la popularidad de este juego estriba en las pistas de juego de la plaza. Toda ella se compone de superficies independientes de hierba, la fuente circular enmedio, un pasillo concéntrico y cuatro transversales en diagonal. Cada área de verde (o tierra, según la temporada) se delimita por bordillos de veinte por veinte, altura y anchura, respectivamente, formando en largura polígonos irregulares. Estos bordillos están construidos en cemento algo rugoso. Así, las largas líneas con esquinas de distinta angulación, y la dificultad del piso conforman circuitos de alta complejidad y emoción. Otro detalle importante es el diseño del bordillo: al discurrir sus dos vertientes sin paredes, se convierten en jueces indiscutibles sobre las salidas del circuito (si la chapa cae, tirada en fallo); además, la posición de tiro se hace muy cómoda, a horcajadas sobre la propia superficie de juego, con postura inmejorable para enfilar la puntería.


LAS BATALLAS
 

Las batallas no son un juego de niños, pero hay que hablar de ellas. En todos los barrios de la ciudad se producen batallas de bandas, y Montemolín es un barrio de la ciudad. Para que se produzca una batalla es necesario que existan dos grupos enfrentados por alguna razón. Esta razón puede ser fundada e infundada. En el primero de los casos, la batalla siempre es evitable; en el segundo, una imbecilidad.

A fin de poderse integrar en la moda de la historia humana (razón de batalla, pues, infundada), en el barrio de Montemolín se formaron dos bandas de chavales: la de Larrinaga y la de la plaza Utrillas.

La banda de Larrinaga se compone de muchachos que viven en las inmediaciones del palacio de dicho nombre, o que simpatizan, o están emparentados con ellos. Su lugar de reunión y preparación de estrategias se localiza en una nave abandonada de la CEFA. El capitán de la banda se llama Alonso, un chico moreno, delgado y alto, con fama de buen tirador y, en ocasiones, demasiado cruel.

En la plaza Utrillas, los miembros de la banda se reúnen junto a los bajos del pretil alargado, vertiente interior. Por eso, en los ladrillos se ven dibujos que responden a los planes de ataque concebidos. De entre José Cruz, Quique y Gonzalo, no existe un jefe decisivo. Cualquiera de los tres lidera porque se reparten las acciones según el tipo. José Cruz planifica, y en batalla es un soldado más. Quique dirige a los grupos y Gonzalo capacita en los períodos entreguerras. Uno u otro de ellos puede decidir en nombre de la banda. No existe normativa sobre la adscripción a una u otra banda y puede pertenecerse a cualquiera de las dos sin que haya controversias de dominio. Incluso puede darse el caso de chicos que en una batalla pertenezcan a banda distinta a la de la batalla anterior; no se exige lealtad de una contienda a otra. Ahora bien, una vez iniciada la época de planificación, se mira muy mal un cambio de bando. En el caso de descubrirse espías, se les condena a no permitirles acudir a los lugares de reunión habitual hasta que haya concluido la temporada de batalla, y ya nunca más podrán participar en los enfrentamientos. Si a lo largo de una contienda, alguien discrepa de las órdenes o muestra disconformidad de la estrategia, debe retirarse y mantenerse al margen hasta la siguiente batalla (generalmente, por dignidad, el cambio no se produce hasta la temporada siguiente). Se utilizan alternativamente dos campos de acción: la trasera de Giesa, como local de Larrinaga, y los antiguos depósitos de la Estación, como feudo de plaza Utrillas.

La trasera de Giesa es campo abierto con arboleda. Se extiende desde el terraplén de la fábrica, que tiene incrustados bidones repletos de tierra, hasta los límites de la filla. En esta cancha, se considera vencedor al bando que, a la hora de comer, ocupa mayor cantidad de bidones. Los locales se protegen sacando la tierra y metiéndose en los bidones. Los visitantes avanzan de tronco en tronco hasta ir llegando al terraplén.

Los depósitos de la Estación son unos grandes hoyos rectangulares con paredes de cemento, que contuvieron agua y carbón para las máquinas de vapor. Existen cuatro depósitos. Por todo el terreno hay casetas, grandes tuberías de metal, remolques, dos furgones destartalados y muros de contención. Los locales tienen la posición de defensa de los cuatro depósitos en dos líneas: una de francotiradores sobre las casetas y los muros; la otra, en las inmediaciones de los hoyos, parapetados entre las hendiduras de sus pretiles.

Los proyectiles a utilizar son piedras seleccionadas con anterioridad por los jefes de ambos bandos. Se trata de que no tengan aristas. Está totalmente prohibido usar tanto tiradores o "tirachinas" como hondas a menos de veinte metros del objetivo, y en todas las confrontaciones se hace declaración jurada de su no uso. Expresamente, debido a los avances tecnológicos, se ha tenido que incluir en la ley de guerra la prohibición de ballestas y armas de aire comprimido. Operativamente, se trata de atacar las posiciones del adversario mediante el lanzamiento de los proyectiles, en tal abundancia que provoque la imposibilidad de mantener la defensa del puesto. Si el lugar es tomado, se considera avance del visitante. Hay que ser lo suficientemente hábil para mover a los soldados propios debajo de la propia línea de fuego, pues es imprescindible ocupar el espacio físico del puesto inmediatamente a su abandono.

Puede ocurrir que algún muchacho resulte lesionado. Entonces se produce tregua para atenderlo, y un adversario (para equiparar las fuerzas), que si se conoce debe ser el causante de la lesión, lo acompaña hasta su casa. Salvo casos de extrema gravedad, se continúa la contienda hasta la hora prevista, hora de comer.

A lo largo de la temporada se programan ocho batallas, cuatro en cada campo. Si en el cómputo final, hay empate, se considera ganador a quien no lo hubo sido la temporada precedente. El último sábado de agosto se procede a la entrega de los galardones: al bando campeón, al más arriesgado, al mejor estratega y al más disciplinado. Se eligen de forma democrática. En caso de lesionados, se les distingue con el premio de honor.

Al comienzo de cada temporada, se discute arduamente sobre si celebrar o no este tipo de contiendas. Hasta hoy, se ha decidido continuar siempre y cuando existan guerras en la televisión, puesto que Montemolín también es parte del mundo. Hay que decir que cada año presenta nuevos asistentes y más heridos.


LOS TRANVÍAS
 

La electricidad es el primer vestigio de energía cósmica puesta al servicio de los seres humanos. Y los tranvías funcionan con electricidad. Quizá por eso sean tan entrañables. Quizá por eso los quieran desterrar.

El garaje de los tranvías en la ciudad se localiza en Montemolín. Como deben pernoctar en su domicilio, su último traqueteo de la jornada se realiza por las vías del barrio, por lo que la gente mayor protesta por el ruido, al contrario que los niños imaginativos, pues al tener la conciencia libre de culpabilidades duermen sin sobresaltos y, por el día, son capaces de disfrutar con el encanto del trole.

Antes de seguir, hay que recordar que, al efecto tranviario, Montemolín no es Montemolín, sino el Bajo Aragón, línea 1, la cual transcurre desde la Facultad de Veterinaria hasta la plaza San Miguel, con visos de prolongarse hasta Casablanca.

A pesar de sus chirridos, los tranvías son dulces. Caminan como sobre miel y se conducen con ese vaivén propio de una barquichuela navegando por una bahía. El piso de madera estriada, los asientos barnizados y el saludo del cobrador le proporcionan un calorcillo que invita a quererlo como algo más que una máquina de transporte.

Los pequeños se encandilan con el señor conductor de traje gris y gorra de plato, que maneja sus manivelas con el arte apropiado para frenar en el tiempo justo y sin sobresaltos para sus pasajeros. Los pequeños se creen que el embudo de la arenilla a la derecha del cuadro de mandos es el medio de comunicación con las entrañas de la Tierra, la casa de los demonios, y los más atrevidos, al final de la línea, cuando el conductor abandona por unos minutos su puesto, se acercan hasta allí, saltan, y gritan obscenidades que retumban por todo el bajo del tranvía.

Recuerdo con especial ensueño un día de invierno, a las ocho de la tarde, cuando acompañé a mi padre hasta la oficina de los tranviarios para preguntar por una bolsa que mi abuela había dejado olvidada en el trayecto de la línea 11 (Parque-San José). Allí tenían la bolsa... pero no fue ésa mi sorpresa. La oficina de reclamaciones estaba justo a la entrada del garaje. El cielo se debatía entre dos luces. Desde los escalones, envié mi mirada a unos seis o siete tranvías que dormitaban a la intemperie y quedé prendado de su imponente inmovilidad, enhiestos, pero humildes, con el trole escondido y el cartel de trayecto apagado. Por un momento, los oí bostezar... y mientras, con su trajín, un compañero suyo pasaba por la calle. Me pareció ver lágrimas en el parabrisas frontal del segundo tranvía verde. Creí que me pedían ayuda... pero no sabía por qué. Como en un ejercicio de desesperación, varios de sus compañeros chirriaron enloquecidos al aparcarlos en una vía muerta.. De camino a casa, mi padre me informó que a la semana siguiente inauguraban dos líneas de autobuses.

Los tranvías provocan adicción. He conocido seres que tardaron en recobrar el sueño habitual cuando su traqueteo se espaciaba. He conocido por aquí arriba seres desorientados en las rutas de la ciudad buscando la parada de la línea tal que había desaparecido. He conocido niños lesionados porque al subir a la trasera de los autobuses no encontraron la cuerda del trole. Y tres espíritus encantadores se están quedando por abajo haciendo campaña por la reinstauración de los tranvías. Se pegan a los empresarios de motores eléctricos y les susurran nuevas tecnologías para crear vehículos más cómodos y económicos. Estos espíritus se alojan por la noche en el tranvía-monumento del Parque Grande. Los oigo llorar a menudo.

Cuando yo vivía en la calle Fillas (hoy Francisco de Quevedo), 1, 2º Ctro., desde el balcón, casi esquina a Miguel Servet, casi frontal a la plaza Utrillas, me fijaba con interés en los tranvías de fuelle. Eran como un tren sin máquina, con dos o tres vagones enlazados por gigantescos acordeones. Mi tía me dijo un día que sus chirridos provenían de esos grandes instrumentos musicales mal afinados. Al observarle yo que los otros tranvías también chirriaban, cambió de fantasía, y complicó la cosa desvelándome que no eran acordeones sino fuelles que liberaban a los tranvías de los suspiros malignos: "Son como la chimenea de los trenes, pero los suspiros se vuelven invisibles para colarse más fácilmente en las almas descuidadas". Desde entonces siempre los conocí como tranvías de fuelle.
Sólo supe de una línea que se cubriera con vehículos de este tipo: la 29, con término en la Academia General Militar.

Todos los tranvías eran atacados por los chicos traviesos de Montemolín, ya fuera por asalto pirata o por disparos de escopeta de madera. El asalto pirata se reservaba para acciones temerarias: los muchachos más valientes se lanzaban contra la trasera y, una vez bien situados, gritaban: ¡Conquistado!, para después tirar de la cuerda con la intención de sacar el trole de la catenaria (los conductores salían muy enfadados y amenazaban con denuncias a la Autoridad). Nunca me atreví a ser pirata, pero fui francotirador aventajado con la escopeta de corcho.

La línea 29 era intocable, estaba prohibido asaltarla. No se sabía muy bien el motivo. Me enteré mucho más tarde, estando aquí arriba, cuando oí la siguiente historia: en un viaje de estos tranvías de fuelle, un capitán de gran bigote, yendo pegadito al cristal del furgón de cola, sufrió un asalto pirata y, con ánimo de defenderse, sacó su pistola reglamentaria para amenazar: "¡Disciplina castrense te hace falta! ¡Ya te veré por el cuartel cuando vistas de soldado!", y Rodolfo, el asaltante, diez años más tarde, cumplió el servicio militar con sudor y lágrimas, entre carreras nocturnas, guardias en festivo, perolas grandiosas y calabozo al encontrarse de teniente coronel a un señor bigotudo con muy malas pulgas.

Nadie de mi tiempo conoció esta historia y, por lo tanto, se contaron historias fantásticas sobre la línea 29. Yo me apuntaba a la más increíble, por la cual los tranvías de fuelle iban armados hasta los dientes. Todos los efectivos de la flota habrían participado en innumerables batallas cumpliendo la función de vehículos de avanzada para romper los flancos del enemigo. La chapa redonda que adornaba su frontal escondería una ametralladora de turbina, y los grandes tornillos de la trasera serían alojamiento de bayonetas... El fuelle... No, entonces no habrían tenido fuelle, sino, en su lugar, plataforma elevada, desde donde el soldado más experto accionaría un lanzallamas, a modo de boca de dragón, que devastaría las posiciones estratégicas enemigas.

La gente mayor del barrio aplaudirá la desaparición de los tranvías porque así dormirá con más tranquilidad (?) o no será molestado cuando siga atentamente el serial televisivo. A la gente mayor del barrio le ocupan poco los problemas de los niños aventureros. Quizá una minoría se apene... pero ninguno colaborará junto a los espíritus encantadores para inventar un nuevo tranvía. El transporte público presenta poco interés.

Los niños aventureros van a sufrir un golpe terrible, porque de pronto van a ir quedándose sin enemigos. Pasarán una época muy desorientados, quizá refunfuñen y sean incapaces de montarse un juego nuevo por unas semanas... hasta que descubran los cristales de la Estación o los depósitos vacíos de la Granja. Probablemente, por reacción, las nuevas actividades sean más violentas, y así en progresión. El tranvía se quedará en el olvido, solo.

Es fácil comprender por qué aquella ventanilla frontal se llenó de lágrimas, por qué me miró tan triste: aquel ser de hierro y madera con energía cósmica había previsto su final.


JOSÉ ANTONIO PRADES VILLANUEVA