EL DRAGÓN DE KOMODO

Por Victoria Trigo Bello

Seleccionado para publicación en libro del VI concurso de relatos
para leer en tres minutos "Luis del Val" - Sallent de Gállego, Marzo de 2009

   

Tú ya no ibas al colegio. Carlos, Gerardo y yo nos turnábamos para ir a tu casa a explicarte las lecciones para que no perdieras el curso, aunque quizás para entonces ya no hubiera esperanza en que retornaras a clase. Tú, tapado con una manta en el sillón, nos veías sacar los libros y cuadernos ilusionado, como si fuéramos titiriteros con sus cacharros de actuar, pues casi todos los días, después de leerte los temas de Ciencias, de Geografía o de lo que tocara, sisábamos tiempo para algún tebeo o para recortar algún barco de guerra. Tu madre nos daba de merendar torta o pan con quesitos y tú, a escondidas, nos regalabas tu vaso de Cola-Cao. "Este hijo mío cada vez come peor", decía tu madre, pero no lo decía enfadada como las nuestras cuando se quejaban de lo mal que comíamos la verdura o el pescado. Lo decía con la pena de que tú rechazaras un bizcocho, una chocolatina, un flan… Es decir, todo.

Lo que más te distraía era el álbum de cromos, que reservábamos para las tardes de los domingos, convirtiendo la mesa de tu comedor en un lienzo para que nuestros cuatro universos de papel abrieran de par en par aquellas hojas apaisadas en las que convivían los músculos del pie, la serpiente jarretera y el guerrero cafre. Después de navidad, Carlos, Gerardo y yo teníamos cada uno más de la mitad de aquellos trescientos ochenta cromos. Tu álbum iba bastante más retrasado, pues tus ojeras y tus dedos grisáceos como lombrices nunca participaron en el mercadeo infantil de bufanda, moquita y te lo cambio de las mañanas dominicales en la plaza de José Antonio donde nos juntábamos los coleccionistas.

Tú, con tu batín y tus zapatillas de cuadros, te limitabas a sonreír con cada incorporación a tu álbum y a veces -sólo a veces- te quejabas de que sólo te llegaran los cromos que habíamos despreciado nosotros. Pero ninguno de los tres estábamos dispuestos a bajar el listón de la rivalidad. Yo te dije -siempre me dolerá aquella burrada…- que bastante favor era llevártelos a casa a cambio de usar tu pegamento, mucho mejor que nuestras mezclas de harina y agua que con el tiempo amarilleaban y olían a rancio.

Sin embargo, cuando llegó la primavera y ya no te levantabas de la cama, intuimos que debíamos aunar esfuerzos y concentrarnos en un único álbum, en el tuyo. De algún modo entendimos que tú, más que impaciencia por completarlo tenías urgencia, una urgencia de tren que se escapa sin que nadie pueda retenerlo en la estación. Así fue como Carlos, Gerardo y yo emprendimos nuestra cruzada a la búsqueda de cromos para ti. En pocas semanas, tu álbum engordó como si llevara levadura -según el álbum engordaba, tú desaparecías- y a finales de mayo sólo te faltaba un cromo. Era el ciento cuarenta y cinco, el dragón de Komodo. Nadie lo tenía. Varios compañeros estaban igual, a la caza y captura del esquivo dragón, pieza en vías de extinción tanto en la vida real como en la editorial.

Un día, el chulo de Amador llegó a clase jactándose de tenerlo. "Mi padre, como es importante, ha escrito a alguien y me lo han enviado por correo", dijo enseñándonos el mítico ciento cuarenta y cinco ya en su álbum. A la rabia de aguantar a aquel imbécil, se sumaba la certeza de tu cuenta atrás galopante. Sólo nos quedaba una opción. Al salir, acorralamos a Amador, seguros de que nadie acudiría en su defensa. Carlos le arreó un par de guantazos que ni el Virginiano y su amigo Trampas. Gerardo y yo nos ocupamos de su álbum. Ciento veinte, ciento treinta y dos, ciento cuarenta y uno… ciento cuarenta y cinco. Tirón y cromo arrancado, con la pata izquierda del dragón perdida y Amador gritando que su padre conocía a un guardia civil y nos metería en la cárcel.

Fuimos corriendo al hospital, heraldos de un milagro imposible. Ya no nos dejaron pasar a verte, pero aún pegamos el cromo del reptil herido, gracias a que tu madre nos sacó tu álbum de la habitación. Le explicamos que cuando pudiéramos, lo sustituiríamos por uno en buen estado. Ella, asomando una voz que parecía oprimida por aquellas gafas tan oscuras, dijo que éramos muy buenos chicos y nos dio un beso de lágrimas a cada uno.

Al día siguiente, antes de que cerraran aquella caja de color nata, tu madre apartó unas flores y puso el álbum en tus manos. Nosotros, con aquel llanto que nos sangraba piel adentro, comprendimos que el mayor lagarto del mundo, el peligroso dragón de Komodo, había devorado nuestra niñez.

VICTORIA TRIGO BELLO