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         Tú 
          ya no ibas al colegio. Carlos, Gerardo y yo nos turnábamos para 
          ir a tu casa a explicarte las lecciones para que no perdieras el curso, 
          aunque quizás para entonces ya no hubiera esperanza en que retornaras 
          a clase. Tú, tapado con una manta en el sillón, nos veías 
          sacar los libros y cuadernos ilusionado, como si fuéramos titiriteros 
          con sus cacharros de actuar, pues casi todos los días, después 
          de leerte los temas de Ciencias, de Geografía o de lo que tocara, 
          sisábamos tiempo para algún tebeo o para recortar algún 
          barco de guerra. Tu madre nos daba de merendar torta o pan con quesitos 
          y tú, a escondidas, nos regalabas tu vaso de Cola-Cao. "Este 
          hijo mío cada vez come peor", decía tu madre, pero 
          no lo decía enfadada como las nuestras cuando se quejaban de 
          lo mal que comíamos la verdura o el pescado. Lo decía 
          con la pena de que tú rechazaras un bizcocho, una chocolatina, 
          un flan
 Es decir, todo. 
           
          Lo que más te distraía era el álbum de cromos, 
          que reservábamos para las tardes de los domingos, convirtiendo 
          la mesa de tu comedor en un lienzo para que nuestros cuatro universos 
          de papel abrieran de par en par aquellas hojas apaisadas en las que 
          convivían los músculos del pie, la serpiente jarretera 
          y el guerrero cafre. Después de navidad, Carlos, Gerardo y yo 
          teníamos cada uno más de la mitad de aquellos trescientos 
          ochenta cromos. Tu álbum iba bastante más retrasado, pues 
          tus ojeras y tus dedos grisáceos como lombrices nunca participaron 
          en el mercadeo infantil de bufanda, moquita y te lo cambio de las mañanas 
          dominicales en la plaza de José Antonio donde nos juntábamos 
          los coleccionistas. 
           
          Tú, con tu batín y tus zapatillas de cuadros, te limitabas 
          a sonreír con cada incorporación a tu álbum y a 
          veces -sólo a veces- te quejabas de que sólo te llegaran 
          los cromos que habíamos despreciado nosotros. Pero ninguno de 
          los tres estábamos dispuestos a bajar el listón de la 
          rivalidad. Yo te dije -siempre me dolerá aquella burrada
- 
          que bastante favor era llevártelos a casa a cambio de usar tu 
          pegamento, mucho mejor que nuestras mezclas de harina y agua que con 
          el tiempo amarilleaban y olían a rancio. 
           
          Sin embargo, cuando llegó la primavera y ya no te levantabas 
          de la cama, intuimos que debíamos aunar esfuerzos y concentrarnos 
          en un único álbum, en el tuyo. De algún modo entendimos 
          que tú, más que impaciencia por completarlo tenías 
          urgencia, una urgencia de tren que se escapa sin que nadie pueda retenerlo 
          en la estación. Así fue como Carlos, Gerardo y yo emprendimos 
          nuestra cruzada a la búsqueda de cromos para ti. En pocas semanas, 
          tu álbum engordó como si llevara levadura -según 
          el álbum engordaba, tú desaparecías- y a finales 
          de mayo sólo te faltaba un cromo. Era el ciento cuarenta y cinco, 
          el dragón de Komodo. Nadie lo tenía. Varios compañeros 
          estaban igual, a la caza y captura del esquivo dragón, pieza 
          en vías de extinción tanto en la vida real como en la 
          editorial. 
           
          Un día, el chulo de Amador llegó a clase jactándose 
          de tenerlo. "Mi padre, como es importante, ha escrito a alguien 
          y me lo han enviado por correo", dijo enseñándonos 
          el mítico ciento cuarenta y cinco ya en su álbum. A la 
          rabia de aguantar a aquel imbécil, se sumaba la certeza de tu 
          cuenta atrás galopante. Sólo nos quedaba una opción. 
          Al salir, acorralamos a Amador, seguros de que nadie acudiría 
          en su defensa. Carlos le arreó un par de guantazos que ni el 
          Virginiano y su amigo Trampas. Gerardo y yo nos ocupamos de su álbum. 
          Ciento veinte, ciento treinta y dos, ciento cuarenta y uno
 ciento 
          cuarenta y cinco. Tirón y cromo arrancado, con la pata izquierda 
          del dragón perdida y Amador gritando que su padre conocía 
          a un guardia civil y nos metería en la cárcel. 
           
          Fuimos corriendo al hospital, heraldos de un milagro imposible. Ya no 
          nos dejaron pasar a verte, pero aún pegamos el cromo del reptil 
          herido, gracias a que tu madre nos sacó tu álbum de la 
          habitación. Le explicamos que cuando pudiéramos, lo sustituiríamos 
          por uno en buen estado. Ella, asomando una voz que parecía oprimida 
          por aquellas gafas tan oscuras, dijo que éramos muy buenos chicos 
          y nos dio un beso de lágrimas a cada uno. 
           
          Al día siguiente, antes de que cerraran aquella caja de color 
          nata, tu madre apartó unas flores y puso el álbum en tus 
          manos. Nosotros, con aquel llanto que nos sangraba piel adentro, comprendimos 
          que el mayor lagarto del mundo, el peligroso dragón de Komodo, 
          había devorado nuestra niñez. 
           
           
        
        VICTORIA TRIGO BELLO 
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