|  
         Las películas circulaban 
          cansinamente y previsiblemente del Gran Via al Elíseos, del Eliseos 
          al Victoria y luego al Delicias; por estos cines intermedios circulaba 
          una menestralía poco acomodada, el funcionariado, los profesionales 
          con aspiraciones de liberales, viudas de militares, opositores, niños 
          de casa bien con problemas para la administración de la propina, 
          aspirantes al quiero y no puedo y otras variopintas escalas sociales 
          a las que el tiempo derribó casi con tanto ímpetu como 
          la especulación del suelo acabó con algunos de esos cines. 
           
          Pero cuando las películas llevaban cinco o seis semanas de lenta 
          carrera, venían a dar en unas salas que las recibían bajo 
          el amparo de "últimos días de proyección en 
          Zaragoza". El final de la carrera no podía ser menos elegante. 
          Salas que recordaban por tantos motivos las primitivas barracas de feria, 
          donde el cine empezó a ser un espectáculo de consumo, 
          cuyo público parecía arrancado de una novela de Pío 
          Baroja o cualquier regeneracionista del 98. Cierto que cualquier ciudad 
          española podía presentar otras al mismo nivel y quizás 
          aún de peor catadura que las que ahora se van a comentar. Porque 
          la existencia de semejantes burdeles del cine era un honor ampliamente 
          compartido en la España del pan negro, y aún muchos años 
          después de la proclamación oficial de que España 
          era un país cuyo alimento principal era el pan blanco. 
           
          El Monumental Cinema respondía a un nombre casi maldito. No 
          ha existido cine en España acogido a tan rimbombante nombre que 
          haya traspasado los límites de lo simplemente soportable. Fue 
          una sala muerta - y no prematuramente en 1969 - cuya inauguración 
          se produjo a principio de los años 30. Estaba en un edificio 
          de corte expresionista - aunque esta calificación mirara de lejos 
          las obras de Carrión - pero cuyo pedigree terminaba en los roces 
          que tal calificación mereciera el edificio. Nada existía 
          en la amplísima sala que recordara estilo alguno, y su disparatada 
          constitución no le daba otro título personal - aparte 
          cierta picaresca que comentaremos - que el malhadado recuerdo que entre 
          sus espectadores dejó el hecho de que la audición era 
          dificultosa hasta todos los extremos. Los films que se proyectaban eran 
          de estreno, después de haber recorrido la Ceca y la Meca, y reposiciones 
          en copias tan estropeadas que no hacían sino añadir alguna 
          dificultad complementaria al tormento auditivo. Era un cine que daba 
          la impresión de haber nacido como los demás, mayor largura 
          que altura, pero al que la mano de algún titán bromista 
          cambió de posición, acabando por dar la inverosimil apariencia 
          de ser más alto que largo. Ello hacía que por su inmensa 
          altura pudieran cobijarse dos pisos que con sus delanteras y la platea 
          obligada daba la cantidad de cinco clases distintas de localidades. 
          Por vergüenza ajena no se ponían a la venta los palcos, 
          pues en un cine de esa facha resultaba del todo incomprensible dar la 
          aplicación normal a semejantes localidades. Pensar en el funcionamiento 
          de los palcos del Monumental es algo que solo cuadraría en la 
          personal óptica de Groucho Marx, de quién en ese cine 
          se proyectaron muchas películas. En 1955 la localidad mas cara 
          valía 4 pts, y la más barata 1,25 pts. Nadie se podía 
          quejar de no encontrar acomodo a su bolsillo. De todas las localidades 
          de este grotesco palacio del espectáculo la llamada general reunía 
          características propias cuyo recuerdo parece puro esperpento. 
          Se trataba de la parte posterior del último piso y consistía 
          en una serie de gradas de las cuales en la mas alta se podía 
          dar con la cabeza en el tejado, si el sufrido espectador tenía 
          una cota de talla superior a la media nacional; amén de dos pasillos 
          laterales. Si se entraba con la proyección empezada, cosa nada 
          rara tratándose de un cine de sesión continua, el acomodador 
          iluminaba desde abajo las escaleras sin acompañar al ocasional 
          cliente, quizá porque intuía que la propina sería 
          inexistente y ello le ahorraba mayores esfuerzos o quizá por 
          no atreverse a entrar en aquella jungla negra; a veces más propia 
          de un juzgado de guardia que de un lugar para degustar el séptimo 
          arte. 
           
          Lo cierto es que el público le daba un valor peculiar a aquellas 
          abigarradas gradas por las que era menester circular con tiento en evitación 
          de caídas o roces con quién tomaba el rábano por 
          las hojas. La clientela sindical como máxima alcurnia entre el 
          escaparate social allí expuesto. Seguía un lumpenproletariado 
          compuesto por cargadores del mercado habituales de bares del casco viejo 
          - del cual este cine fue el genuino representante en el sector de diversión 
          que se ofrecía -, soldados y ejecutores de un acto sexual basado 
          en la represión. El Monumental Cinema, aparte de una película 
          mal proyectada con escasa luz y sonido inaudible, proporcionaba atractivos 
          complementarios. Un mercado del "petting" que el doctor López 
          Ibor olvidó lamentablemente en su libro sobre la vida sexual 
          y que ninguno de sus seguidores, hoy extinguidos, hubiera bebido en 
          tan espléndida fuente de experiencias. 
           
          La luz de las bombillas de emergencia era escasa y ello propiciaba todas 
          las variaciones del magreo y de la masturbación. En alguna ocasión 
          el gallinero - nunca mejor dedicada la calificación a un localidad 
          de espectáculo - se alborotaba y se oían bofetadas seguidas 
          de gritos de algún sujeto o sujeta pasivo que manifestaba su 
          disconformidad por el cariz que tomaban los acontecimientos. Los rápidos 
          reflejos del foco de la linterna del acomodador - que simulaban los 
          faros que protegían a las ciudades en guerra de próximos 
          bombardeos según se veía en las pantallas - venían 
          a poner orden y paz, y si no la comisaría más próxima 
          (que se sabía toda la Monumental'story) acababa siendo el punto 
          obligado para el final de la historia. 
           
          Este público se completaba con un enjambre de críos cuando 
          las películas eran toleradas, y en las sesiones de tarde una 
          nueva música hecha de bocadillos de merienda - pan y chocolate 
          - entre gritos y deliciosas blasfemias infantiles ayudaba a corear las 
          bizarras aventuras de Ivanhoe, Robin Hood o Tarzán. La protomiseria 
          del cine - al fin y al cabo la 1,25 peseta era la tabla de salvación 
          de pobres y desvalidos - acabaría generando más "accatones" 
          que la mente de Pasolini. Porque lo que es aficionados al cine resultaba 
          bien milagroso que desde aquel submundo, irónicamente situado 
          en las alturas, pudieran producirse. La elevada situación de 
          las localidades con respecto a la pantalla producía más 
          vértigo que el que pudiera ocasionar la acción de la película. 
          De otro lado, el handicap del sonido podía paliarse mediante 
          una fórmula para la cual, evidentemente, se precisaba tiempo 
          y voluntad de permanecer en aquel planeta. Consistía en ver la 
          película dos veces seguidas para que el oído humano acabase 
          acostumbrándose a descifrar mensajes en el galimatías 
          de ruidos. De la misma manera que uno se acostumbra a los más 
          punzantes terrores no había razón para que no acabara 
          distinguiendo si aquellas voces de roncas sirenas eran una declaración 
          de amor o de guerra. 
           
          Los domingos se llenaba y dejaban al personal en la calle. Invadían 
          General Franco (hoy Conde Aranda) y parecían una masa informe 
          que se apiñaba ante los postes de entrada para oír cantar 
          a Juanita Reina o ver cabalgar a Gary Cooper. Los films que se proyectaban 
          no respondían a patrón alguno, pero durante los 50, de 
          cuando en cuando, daba programas compuestos por las dos jornadas de 
          un serial, cosa que escasamente sucedía en otros cines. "El 
          capitán Maravillas", "El escarabajo de oro", "Las 
          garras de la araña" etc., tomaban posesión alguna 
          vez al año de tan histórico y popular lugar. 
           
          El Frontón Cinema no desdecía en nada del nombre al que 
          se hallaba acogido; era un frontón de pelota con una pantalla, 
          colocada en la pared lateral, lo cual suponía, que a quienes 
          les tocaba localidad cercana a las paredes del frontón quedaban 
          tan desplazados de la pantalla que veían la proyección 
          pasada por la fantasía de El Greco; figuras alargadas como resucitados 
          negaban el cinemascope y aún la pantalla de Lumiere. Allí 
          se vieron films en una dimensión bien distinta a la que quisieron 
          sus autores. Por aquella pantalla el color siempre tomaba tintes marrones 
          y en los últimos años de vida - existió hasta principios 
          de los 60 - adquirió un defecto singular. El cuadro de la película 
          salía ligeramente inclinado a la derecha, lo que tampoco era 
          excesivo problema si el espectador ponía un poco de buena voluntad 
          y asistía a la ceremonia inclinando a su vez la cabeza para encontrarse 
          en el mismo eje que la película. Después de todo peores 
          cosas han pasado. 
           
          Las localidades llamadas populares de este Frontón Cinema estaban 
          casi siempre ocupadas por la facción del ejército llamada 
          militares sin graduación. Esta peculiaridad se observaba en este 
          cine con mayor insistencia que en otros de la misma categoría. 
          La general del Frontón carecía de la afición a 
          la pendencia de la del Monumental: como causas quizás se debe 
          a la profilaxis que suponían las abundantes luces rojas que daban 
          un aspecto a los espectadores como de submarinistas en color de luxe, 
          y sobre todo a las columnas que cada escasos metros jalonaban el frontal 
          de la localidad y que obligaban a los espectadores a agruparse en las 
          zonas entre columna y columna para tener vía libre hasta la pantalla, 
          objetivo perfectamente lógico de quién pagaba - aunque 
          fuera poco, 2 pts. - por ver una película. Lógica no siempre 
          entendida por la empresa que en los días de aglomeración 
          vendía el aforo completo, con lo cual resulta no difícil 
          deducir la saludable velada que obtendrían los agraciados con 
          una columna delante y la inevitable luz roja. 
           
          El Frontón Cinema hacía descansos en la mitad de la proyección. 
          Durante años inmemoriales sonó tras su desvencijada galería 
          los sones de la melodía anuncio de Okal - producto superior contra 
          dolores de cabeza y de muelas - de tal forma que semejante cancioncilla 
          identificaba con más fuerza al local que al propio producto. 
          El Frontón tampoco hacía remilgos discriminatorios; toda 
          clase de films pasaban por él. A destacar sus suntuosos programas 
          dobles de verano con filias de Fox. A destacar no sólo por las 
          propias películas sino porque el Frontón - local sin refrigeración 
          - siempre tuvo un nauseabundo olor, fuertemente favorecido por aquellas 
          botas de Segarra con que el ejercito vencedor del comunismo estaba a 
          punto de ventilarse a los ciudadanos de a pie mediante una desigual 
          batalla de narices. Aguantar tres horas de agosto en aquella caldera 
          fue todo un homenaje a la era del director. 
           
          Enfrente del Teatro Iris - luego Fleta - existía una propiamente 
          llamada barraca que respondía al nombre de cine Iris y proyectaba 
          las mismas películas que el Frontón Cinema, una semana 
          más tarde que éste. Las localidades eran sillas de las 
          llamadas de "La Caridad" por ser iguales a las que tal institución 
          coloca para ver procesiones. El suelo eran tablas mal encasilladas cuyo 
          levantamiento dejaba ver la tierra pura y dura sin cubierta o base alguna. 
          Era una caja pequeña, maloliente y sucia que careció de 
          la más elemental ventilación, y donde la "vox populi" 
          hablaba de la presencia de toda clase de insectos. Proyectaba muy oscuro, 
          de forma que los films en blanco y negro se desarrollaban siempre de 
          noche y los de color, debido a una patina sonrosada que viraba ese elemento, 
          dejaban unas imágenes que parecían hablar de muerte y 
          vida eterna por su propia tenebrosidad. Verdaderamente la luz no se 
          hizo en el cine Iris. Tenía la ventaja de que se oía muy 
          bien y podía verse la película de cerca (cosa obligada 
          para tratar de distinguir algo en aquel mar de brumas), lo cual siempre 
          gustaba a los aficionados o futuros degustadores de cine y que resultaba 
          imposible de practicar desde la general del Monumental o del Frontón. 
           
          El cine Palacio era una pista de patinaje, y luego baile dominguero, 
          al que se había colocado una pantalla, una cabina y butacas. 
          Pero sobre todo abundantes placas de vitrofilm en el techo, a la vista 
          del público, con el fin de mejorar la acústica del local. 
          Entre las gradas de general era frecuente ver saltar las ratas. Era 
          un cine poco concurrido que se convirtió en sala de estreno en 
          1.964. Después cine de Arte y Ensayo y, finalmente, local dedicado 
          a la programación de films pornos. Durante los años 50 
          su ambigú vendía las mejores pipas de girasol de Zaragoza, 
          con lo que las películas siempre se proyectaban con una banda 
          sonora complementaria producida por el chasquido, que los domingos era 
          repetido hasta el infinito, de las mandíbulas contra las legumbres. 
           
          El Frontón, Iris y Palacio tenían una institución 
          cómica. La figura del caramelero que en los descansos pregonaba 
          mercancía con el grito gangoso - que se llegó a hacer 
          popular entre los ambientes que frecuentaban aquellos cines - ¡cacahuete, 
          caramelo, chicle Tabay¡ con un arrastre de vocales interminable 
          -. Las ventajas económicas por el desempeño del puesto 
          no eran excesivas, pero a cambio podían ver las películas 
          toleradas que se exhibían en el local, y a través de la 
          abertura de las cortinas de la puerta de acceso las de mayores, supuesto 
          premio al alcance de unos pocos. 
           
          Fine del terzo atto 
        Luis 
          Betrán Colás 
          y la colaboración importantísima de dos distinguidos miembros 
          de la Tertulia Perdiguer: Emiliano Puértolas 
          (nadie sabe en esta villa de cine más que él) y José 
          Luis Portolés, sin cuyo inigualable libro de consulta 
          jamás hubiese llegado a buen puerto esta Historia de algunos 
          cines de Zaragoza, que irá apareciendo en sucesivos capítulos 
          encuadrados en las temporadas anuales. 
         |