Cine Monumental

LOS COLISEOS DE LAS RATAS

Por Luis Betrán, con la colaboración de:
Emiliano Puértolas y José Luis Portolés


Las películas circulaban cansinamente y previsiblemente del Gran Via al Elíseos, del Eliseos al Victoria y luego al Delicias; por estos cines intermedios circulaba una menestralía poco acomodada, el funcionariado, los profesionales con aspiraciones de liberales, viudas de militares, opositores, niños de casa bien con problemas para la administración de la propina, aspirantes al quiero y no puedo y otras variopintas escalas sociales a las que el tiempo derribó casi con tanto ímpetu como la especulación del suelo acabó con algunos de esos cines.

Pero cuando las películas llevaban cinco o seis semanas de lenta carrera, venían a dar en unas salas que las recibían bajo el amparo de "últimos días de proyección en Zaragoza". El final de la carrera no podía ser menos elegante. Salas que recordaban por tantos motivos las primitivas barracas de feria, donde el cine empezó a ser un espectáculo de consumo, cuyo público parecía arrancado de una novela de Pío Baroja o cualquier regeneracionista del 98. Cierto que cualquier ciudad española podía presentar otras al mismo nivel y quizás aún de peor catadura que las que ahora se van a comentar. Porque la existencia de semejantes burdeles del cine era un honor ampliamente compartido en la España del pan negro, y aún muchos años después de la proclamación oficial de que España era un país cuyo alimento principal era el pan blanco.


El Monumental Cinema respondía a un nombre casi maldito. No ha existido cine en España acogido a tan rimbombante nombre que haya traspasado los límites de lo simplemente soportable. Fue una sala muerta - y no prematuramente en 1969 - cuya inauguración se produjo a principio de los años 30. Estaba en un edificio de corte expresionista - aunque esta calificación mirara de lejos las obras de Carrión - pero cuyo pedigree terminaba en los roces que tal calificación mereciera el edificio. Nada existía en la amplísima sala que recordara estilo alguno, y su disparatada constitución no le daba otro título personal - aparte cierta picaresca que comentaremos - que el malhadado recuerdo que entre sus espectadores dejó el hecho de que la audición era dificultosa hasta todos los extremos. Los films que se proyectaban eran de estreno, después de haber recorrido la Ceca y la Meca, y reposiciones en copias tan estropeadas que no hacían sino añadir alguna dificultad complementaria al tormento auditivo. Era un cine que daba la impresión de haber nacido como los demás, mayor largura que altura, pero al que la mano de algún titán bromista cambió de posición, acabando por dar la inverosimil apariencia de ser más alto que largo. Ello hacía que por su inmensa altura pudieran cobijarse dos pisos que con sus delanteras y la platea obligada daba la cantidad de cinco clases distintas de localidades. Por vergüenza ajena no se ponían a la venta los palcos, pues en un cine de esa facha resultaba del todo incomprensible dar la aplicación normal a semejantes localidades. Pensar en el funcionamiento de los palcos del Monumental es algo que solo cuadraría en la personal óptica de Groucho Marx, de quién en ese cine se proyectaron muchas películas. En 1955 la localidad mas cara valía 4 pts, y la más barata 1,25 pts. Nadie se podía quejar de no encontrar acomodo a su bolsillo. De todas las localidades de este grotesco palacio del espectáculo la llamada general reunía características propias cuyo recuerdo parece puro esperpento. Se trataba de la parte posterior del último piso y consistía en una serie de gradas de las cuales en la mas alta se podía dar con la cabeza en el tejado, si el sufrido espectador tenía una cota de talla superior a la media nacional; amén de dos pasillos laterales. Si se entraba con la proyección empezada, cosa nada rara tratándose de un cine de sesión continua, el acomodador iluminaba desde abajo las escaleras sin acompañar al ocasional cliente, quizá porque intuía que la propina sería inexistente y ello le ahorraba mayores esfuerzos o quizá por no atreverse a entrar en aquella jungla negra; a veces más propia de un juzgado de guardia que de un lugar para degustar el séptimo arte.

Lo cierto es que el público le daba un valor peculiar a aquellas abigarradas gradas por las que era menester circular con tiento en evitación de caídas o roces con quién tomaba el rábano por las hojas. La clientela sindical como máxima alcurnia entre el escaparate social allí expuesto. Seguía un lumpenproletariado compuesto por cargadores del mercado habituales de bares del casco viejo - del cual este cine fue el genuino representante en el sector de diversión que se ofrecía -, soldados y ejecutores de un acto sexual basado en la represión. El Monumental Cinema, aparte de una película mal proyectada con escasa luz y sonido inaudible, proporcionaba atractivos complementarios. Un mercado del "petting" que el doctor López Ibor olvidó lamentablemente en su libro sobre la vida sexual y que ninguno de sus seguidores, hoy extinguidos, hubiera bebido en tan espléndida fuente de experiencias.

La luz de las bombillas de emergencia era escasa y ello propiciaba todas las variaciones del magreo y de la masturbación. En alguna ocasión el gallinero - nunca mejor dedicada la calificación a un localidad de espectáculo - se alborotaba y se oían bofetadas seguidas de gritos de algún sujeto o sujeta pasivo que manifestaba su disconformidad por el cariz que tomaban los acontecimientos. Los rápidos reflejos del foco de la linterna del acomodador - que simulaban los faros que protegían a las ciudades en guerra de próximos bombardeos según se veía en las pantallas - venían a poner orden y paz, y si no la comisaría más próxima (que se sabía toda la Monumental'story) acababa siendo el punto obligado para el final de la historia.

Este público se completaba con un enjambre de críos cuando las películas eran toleradas, y en las sesiones de tarde una nueva música hecha de bocadillos de merienda - pan y chocolate - entre gritos y deliciosas blasfemias infantiles ayudaba a corear las bizarras aventuras de Ivanhoe, Robin Hood o Tarzán. La protomiseria del cine - al fin y al cabo la 1,25 peseta era la tabla de salvación de pobres y desvalidos - acabaría generando más "accatones" que la mente de Pasolini. Porque lo que es aficionados al cine resultaba bien milagroso que desde aquel submundo, irónicamente situado en las alturas, pudieran producirse. La elevada situación de las localidades con respecto a la pantalla producía más vértigo que el que pudiera ocasionar la acción de la película. De otro lado, el handicap del sonido podía paliarse mediante una fórmula para la cual, evidentemente, se precisaba tiempo y voluntad de permanecer en aquel planeta. Consistía en ver la película dos veces seguidas para que el oído humano acabase acostumbrándose a descifrar mensajes en el galimatías de ruidos. De la misma manera que uno se acostumbra a los más punzantes terrores no había razón para que no acabara distinguiendo si aquellas voces de roncas sirenas eran una declaración de amor o de guerra.

Los domingos se llenaba y dejaban al personal en la calle. Invadían General Franco (hoy Conde Aranda) y parecían una masa informe que se apiñaba ante los postes de entrada para oír cantar a Juanita Reina o ver cabalgar a Gary Cooper. Los films que se proyectaban no respondían a patrón alguno, pero durante los 50, de cuando en cuando, daba programas compuestos por las dos jornadas de un serial, cosa que escasamente sucedía en otros cines. "El capitán Maravillas", "El escarabajo de oro", "Las garras de la araña" etc., tomaban posesión alguna vez al año de tan histórico y popular lugar.

El Frontón Cinema no desdecía en nada del nombre al que se hallaba acogido; era un frontón de pelota con una pantalla, colocada en la pared lateral, lo cual suponía, que a quienes les tocaba localidad cercana a las paredes del frontón quedaban tan desplazados de la pantalla que veían la proyección pasada por la fantasía de El Greco; figuras alargadas como resucitados negaban el cinemascope y aún la pantalla de Lumiere. Allí se vieron films en una dimensión bien distinta a la que quisieron sus autores. Por aquella pantalla el color siempre tomaba tintes marrones y en los últimos años de vida - existió hasta principios de los 60 - adquirió un defecto singular. El cuadro de la película salía ligeramente inclinado a la derecha, lo que tampoco era excesivo problema si el espectador ponía un poco de buena voluntad y asistía a la ceremonia inclinando a su vez la cabeza para encontrarse en el mismo eje que la película. Después de todo peores cosas han pasado.

Las localidades llamadas populares de este Frontón Cinema estaban casi siempre ocupadas por la facción del ejército llamada militares sin graduación. Esta peculiaridad se observaba en este cine con mayor insistencia que en otros de la misma categoría. La general del Frontón carecía de la afición a la pendencia de la del Monumental: como causas quizás se debe a la profilaxis que suponían las abundantes luces rojas que daban un aspecto a los espectadores como de submarinistas en color de luxe, y sobre todo a las columnas que cada escasos metros jalonaban el frontal de la localidad y que obligaban a los espectadores a agruparse en las zonas entre columna y columna para tener vía libre hasta la pantalla, objetivo perfectamente lógico de quién pagaba - aunque fuera poco, 2 pts. - por ver una película. Lógica no siempre entendida por la empresa que en los días de aglomeración vendía el aforo completo, con lo cual resulta no difícil deducir la saludable velada que obtendrían los agraciados con una columna delante y la inevitable luz roja.

El Frontón Cinema hacía descansos en la mitad de la proyección. Durante años inmemoriales sonó tras su desvencijada galería los sones de la melodía anuncio de Okal - producto superior contra dolores de cabeza y de muelas - de tal forma que semejante cancioncilla identificaba con más fuerza al local que al propio producto. El Frontón tampoco hacía remilgos discriminatorios; toda clase de films pasaban por él. A destacar sus suntuosos programas dobles de verano con filias de Fox. A destacar no sólo por las propias películas sino porque el Frontón - local sin refrigeración - siempre tuvo un nauseabundo olor, fuertemente favorecido por aquellas botas de Segarra con que el ejercito vencedor del comunismo estaba a punto de ventilarse a los ciudadanos de a pie mediante una desigual batalla de narices. Aguantar tres horas de agosto en aquella caldera fue todo un homenaje a la era del director.

Enfrente del Teatro Iris - luego Fleta - existía una propiamente llamada barraca que respondía al nombre de cine Iris y proyectaba las mismas películas que el Frontón Cinema, una semana más tarde que éste. Las localidades eran sillas de las llamadas de "La Caridad" por ser iguales a las que tal institución coloca para ver procesiones. El suelo eran tablas mal encasilladas cuyo levantamiento dejaba ver la tierra pura y dura sin cubierta o base alguna. Era una caja pequeña, maloliente y sucia que careció de la más elemental ventilación, y donde la "vox populi" hablaba de la presencia de toda clase de insectos. Proyectaba muy oscuro, de forma que los films en blanco y negro se desarrollaban siempre de noche y los de color, debido a una patina sonrosada que viraba ese elemento, dejaban unas imágenes que parecían hablar de muerte y vida eterna por su propia tenebrosidad. Verdaderamente la luz no se hizo en el cine Iris. Tenía la ventaja de que se oía muy bien y podía verse la película de cerca (cosa obligada para tratar de distinguir algo en aquel mar de brumas), lo cual siempre gustaba a los aficionados o futuros degustadores de cine y que resultaba imposible de practicar desde la general del Monumental o del Frontón.

El cine Palacio era una pista de patinaje, y luego baile dominguero, al que se había colocado una pantalla, una cabina y butacas. Pero sobre todo abundantes placas de vitrofilm en el techo, a la vista del público, con el fin de mejorar la acústica del local. Entre las gradas de general era frecuente ver saltar las ratas. Era un cine poco concurrido que se convirtió en sala de estreno en 1.964. Después cine de Arte y Ensayo y, finalmente, local dedicado a la programación de films pornos. Durante los años 50 su ambigú vendía las mejores pipas de girasol de Zaragoza, con lo que las películas siempre se proyectaban con una banda sonora complementaria producida por el chasquido, que los domingos era repetido hasta el infinito, de las mandíbulas contra las legumbres.

El Frontón, Iris y Palacio tenían una institución cómica. La figura del caramelero que en los descansos pregonaba mercancía con el grito gangoso - que se llegó a hacer popular entre los ambientes que frecuentaban aquellos cines - ¡cacahuete, caramelo, chicle Tabay¡ con un arrastre de vocales interminable -. Las ventajas económicas por el desempeño del puesto no eran excesivas, pero a cambio podían ver las películas toleradas que se exhibían en el local, y a través de la abertura de las cortinas de la puerta de acceso las de mayores, supuesto premio al alcance de unos pocos.

Fine del terzo atto

Luis Betrán Colás y la colaboración importantísima de dos distinguidos miembros de la Tertulia Perdiguer: Emiliano Puértolas (nadie sabe en esta villa de cine más que él) y José Luis Portolés, sin cuyo inigualable libro de consulta jamás hubiese llegado a buen puerto esta Historia de algunos cines de Zaragoza, que irá apareciendo en sucesivos capítulos encuadrados en las temporadas anuales.