CINEASTAS DE LA LEGUA Por Fernando Gracia Guía |
Lo anunció
Julián por las esquinas, como hacía con todo lo que iba
a ocurrir en el pueblo. Su corneta nos reunió en la plazoleta
cercana a la casa de mi abuela. Venía de pregonar lo mismo en
otras plazas y rincones, por lo que ya le tenía tomado el tranquillo
a la propuesta que aquel día voceaba. Lo que el pregonero de la villa -alpargatero de oficio, por otra parte- pregonaba era la función que aquella noche de verano iban a dar unos cineastas, que a la sazón prometían un par de horas de esparcimiento viendo una hermosa película en espectacular technicolor. Entre líneas se venía a entender que la propuesta era diferente del cine que habitualmente nos pasaba el cura en la sala parroquial. No se decía muy claro, pero quien más quien menos así lo entendía. ¿Qué iba a tener de especial aquella función, que no tuvieran las películas que veíamos algún que otro domingo? Julián no podía dar más explicaciones; seguramente tampoco sabía mucho más el buen hombre, pero a aquellas alturas ya corría por el pueblo la especie de que se iba a proyectar una película muy bonita, con muchos colores, gente muy guapa e incluso algo atrevida. Alicientes todos ellos, aunque fueran supuestos, más que suficientes como para ponernos los dientes largos y esperar que llegara la noche y nos sacara de la rutina diaria. No fue tarea fácil sacarle a la abuela las dos pesetas que iba a costar la función. No en balde era el doble de lo que nos cobraban por las sesiones dominicales, y aquel gasto extra justo a mitad de la semana no era sino un imprevisto y no estaba la economía ni la abuela como para semejantes alardes. Menos mal que mis primas mayores también querían ir y se las iban a arreglar con sus ahorrillos, por lo que hicieron lo posible las mozas para presionar a mi proveedora hasta que el apreciable botín que eran las dos pesetas llegó a mi poder. ¡Vaya fortuna la mía, que iba a ir al cine entre semana y de noche! Y eso que en la ciudad mis padres me decían que en la sesión de noche no dejaban entrar a los niños La verdad es que nunca me lo acabé de creer, pero como entrar en discusión casi nunca servía para nada y lo único que podía uno ganarse era un tortazo En la calle no tuvimos otro tema de conversación durante el día. No teníamos ni idea sobre qué íbamos a ver. Solo que era en colores y había muchas aventuras y chicas guapas. -¿Y seguro que nos van a dejar entrar? Mira que si al final resulta que es para mayores y nos quedamos con las ganas - -Que sí, hombre, que sí. Que mi padre ha hablado con el secretario del ayuntamiento y le ha dicho que es tolerada. Que cuando la estrenaron era para dieciséis años pero que se han dado cuenta que no es para tanto y la puede ver todo el mundo. -Anda, pues entonces seguro que se ve algo. ¿Y el cura ha dado el visto bueno? -Pues claro, ¿no ves que el salón es de la parroquia? Menudo es el mosén, como para que se la cuelen. -Y si no, las de Acción Católica, que aún me acuerdo del otro día, cuando pusieron la mano ante el proyector justo cuando se iban a dar un beso los protagonistas -¿Y quién trabaja? -Ni idea. Si ni siquiera ha dicho el alguacil el título. Yo solo le he oído decir que era una cinta muy bonita, de muchos colores y que nunca se ha visto en el pueblo -¿Y habrá tiros? Porque a mí sin tiros ni persecuciones no me van. Eso de que se pongan a hablar y a hablar -Yo creo que es de aventuras. -¿Como esa del Errol Flynn que nos pusieron el otro día? Jo, esa sí que era chula -Chico, ya lo veremos. Si cobran dos pesetas será porque merece la pena, si no ya les hubieran sacudido en otros pueblos Porque he oído que se han recorrido un montón de sitios, y estas cosas se acaban sabiendo Y así estuvimos rato y rato. Aquel día nos olvidamos de los juegos habituales, ni un mal partidillo de fútbol -o lo que fuera aquello que hacíamos persiguiendo una pelota de plástico-, ni una sesión de "churro va", de esas que siempre acababan discutiendo y con alguno medio descalabrado. Aquel día solo cine y nada más que cine. Bueno, sí. Quizás para variar alguien sugirió que jugáramos a "tomate", curioso nombre para un juego que no era sino el antecedente de lo que ahora podría ser cualquier concurso de preguntas y respuestas en la tele. Alguien proponía un tema y había que dar una respuesta relacionada con él. Quien no acertaba, "la pagaba". O sea que se ponía "de burro". Generalmente este juego comenzaba con cierto orden, pero al cabo de un tiempo la cosa acababa por desvariar, cada uno respondía lo que le parecía, llegaban las discusiones y el orden, y por tanto el juego se terminaba. Aquel día el tema
parecía evidente: películas. Que si películas de
miedo, que si del oeste, que si de amor, que si de guerra
Los
de ciudad teníamos ventaja y abusábamos de los autóctonos,
ya que durante el resto del año teníamos acceso a más
películas, e incluso estábamos los que de vez en cuando
leíamos periódicos
Demasiada ventaja, la verdad. La obligatoria siesta se hizo más larga que de costumbre. No había forma de echar un sueñecito y no era solamente por las moscas y el calor. Era la emoción de la novedad, el salir de noche, la aventura de lo desconocido. Ahora que lo pienso, era sobre todo la inocencia de los pocos años y lo escasamente maleados que estábamos. Es que ni siquiera teníamos televisión. Y no me refiero a la casa de mi abuela, sino en todo el pueblo. Para entonces ni en el Palacio del Pardo había instalada televisión alguna, no les digo más. A las cinco, bien pertrechados con nuestra merienda, nos reunimos los amigos en la plaza. Aquel día tampoco hubo que elegir qué merendábamos. No había otra cosa que chocolate y pan, y la marca era la de siempre, chocolate de tierra. Bueno, así no se llamaba, pero sabía a algo terroso y tenía esa textura, y nos sabía rico, qué caramba. Que a buen hambre no hay pan duro. Y cierto era que el pan no era precisamente blando o que al menos lo era durante varios días de la semana, ya que la abuela amasaba una vez cada siete días Vimos que en la plaza estaba aparcada una furgoneta pintada de colorines, que más parecía propia de un circo ambulante. Colegimos rápidamente que era propiedad de los que iban a pasar la película. Yo había visto ya unos cuantos circos en mi vida y enseguida asocié aquel vehículo a las troupes que actuaban en las carpas. Tenía un vago aire de saltimbanqui, se le veía muy baqueteado, dando a entender que había rodado por muchas carreteras y caminos polvorientos, como el que le había llevado a nuestro pueblo desde la capital de la comarca, un sendero que para ser calificado de carretera había que echarle mucha imaginación. De la furgoneta salió un señor mayor. Ahora que lo pienso, seguramente no era muy mayor, pero a nuestra edad todos nos lo parecían. Desde luego no era de nuestra zona, ni siquiera de nuestra región. Su mostacho le daba un aire bohemio -eso lo pienso ahora, que entonces ni sabía qué significaba la expresión- y bien pudiera ser uno de esos cómicos que de vez en cuando aparecían por el pueblo haciendo funciones de teatro en la calle o intentando que una cabra subiera y bajara por una escalera de mano. Alguien habló de preguntarle sobre la película, pero el uno por el otro ninguno se lanzó. Imponía aquel hombre y nuestra cuota de descaro por aquel tiempo no llegaba a tanto. Todavía no habíamos sido "educados" por la tele Le seguimos hasta la puerta
del salón parroquial, a la sazón muy cercano a la iglesia.
El hombre se dio cuenta de que íbamos tras él pero no
nos dijo nada. Más de cinco décadas después me
doy cuenta que lo que el hombre hacía no era sino una sencilla
y eficaz labor de mercadotecnia, ya que se dejaba seguir para crear
todavía más expectación en torno suyo y lo que
representaba, en la seguridad de que redundaría en beneficio
del negocio. No habría estudiado sobre el particular, pero bien
sabía lo que había que hacer. Cuestión de gramática
parda. Aquello prometía, ese simple añadido lumínico le daba a la propuesta un aire espectacular y a nuestra manera de entender, francamente atrayente. Y todo simplemente para echar una película De qué clase de película estaríamos hablando. Más emoción, más cábalas, más chismes. De pronto un nuevo miembro de la compañía apareció ante nosotros. Llevaba algo enrollado que en pocos momentos se mostró en todo su esplendor: un cartel. Y no era un cartel como los que anunciaban las películas que de ordinario se pasaban allí. Era un cartel pintado, o sea que no era de serie. Otra novedad. Cuando muchos años más adelante tuve posibilidad de ver los cartelones que el gran Toulouse Lautrec pintó para anunciar espectáculos de variedades en el París de la belle epoque, me di cuenta que lo que estaban haciendo aquellos titiriteros del cine no era sino copiar el estilo del pequeño -solo de estatura- francés. Con gran despliegue de colorines se retrataban los rostros de un par de jóvenes con un fondo que recordaba las historias de "las mil y una noches". Bueno, a mí me recordaba la historia del ladrón de Bagdad o la Alí Babá, que mi padre me había comentado que pertenecían a un libro que se llamaba así y que ni siquiera él había leído, porque decían que era muy atrevido. Y al pie del cartel, el título de la película, "El príncipe robado", y el de los protagonistas, del que solo me sonaba uno, Tony Curtis. Me quedé algo perplejo, porque no tenía ni noticia de la película. Al actor le conocía no por haberle visto actuar nunca, sino porque no hacía mucho se había estrenado en mi ciudad "Trapecio", una de circo que decía que era muy bonita y que como casi todo, era para mayores. Cuando años más tarde la ví me di cuenta que debía ser por los trajes de los trapecistas, como si en los circos de verdad no se vieran igual. Sería por los primeros planos Tardé muchos años en averiguar qué película se escondía tras aquel título, que resultó ser uno inventado por los exhibidores. En la copia que ellos tenían solo se leía el título en inglés, y a ver quién sabía de aquella lengua en aquellos tiempos. Y como el cambiarles el título en España a las cintas que venían de fuera era casi un deporte nacional, pues eso, que a los correcaminos del cine no se les ocurrió mejor título que aquel. Cualquier buen aficionado habrá podido deducir ya que lo que íbamos a ver aquella noche no era sino "Su alteza el ladrón", del hábil artesano Rudolph Maté, y que quien acompañaba al guapo y atlético Curtis no era sino la bella Piper Laurie. Qué cosas. Durante años pensé por deducción que la guapa había sido Janet Leigh, su esposa por aquellos años y habitual por otra parte en películas de aventuras, antes que la descubriera el mago Hitchkock para que le dieran matarile en la famosa escena de la ducha de "Psicosis". Pero en aquellos años a los chicos todo eso nos traía al fresco. Lo importante era que el cartel nos predisponía a disfrutar de aventuras exóticas y de chicas guapas vestidas con trajes de gasa. Casi nada. Y si los colores eran tan brillantes como los del cartel, para qué queríamos más. La cena fue un poco antes que de costumbre y con tiempo más que de sobra nos dirigimos a la sala de cine. Evidentemente los asientos no eran numerados, así que había que espabilarse. De hecho, eran de palco corrido, o sea que cuanto más se apretara el personal más gente cabía. Ahora que lo pienso, seguro que no había "plan de seguridad" ni nada parecido. Bueno, ni en ese ni en ninguno que yo frecuentara. Tras guardar la pertinente fila, entramos en tropel en el pequeño salón. Un nuevo gesto de sorpresa iluminó nuestras caras; la pantalla habitual había sido sustituida por otra, rodeada de bombillas de colores que se encendían y apagaban. Nos pareció maravilloso, aunque ahora que lo pienso no era más que una horterada. ¿Será que todos éramos horteras? Con los cinco minutos de retraso reglamentarios salió uno de los señores que habíamos visto alrededor de la furgoneta y valiéndose de un micrófono como los que usaban los charlatanes que venían por la ciudad en fiestas -quién no se acuerda de aquel Quinito Pastor - hizo una brillante y meliflua presentación, donde no faltaron toda clase de agradecimientos a las fuerzas vivas del pueblo que habían permitido aquella magnifica sesión. O sea que nombró al señor cura -en primer lugar-, al alcalde, al secretario, al médico, al practicante y no sé si alguno más. A quien creo recordar que no mencionó fue a Julián, el alguacil, que posiblemente era quien más había trabajado de entre los residentes de la población. Y sin el aditamento del No-Do, empezó la función. Qué bonita nos pareció la película, qué colores tan hermosos, y qué pocas veces se cortó. Solo un par de ellas, y no las siete u ocho habituales de los domingos. Lo justo para cambiar de rollos, todo un adelanto. Y lo suficiente como para que los varones saliéramos a la calle en esos descansos, unos para echarse un pito y todos para echarnos una meadita. Las mujeres, no, que no sé dónde iban a hacer esto último y estaba muy mal visto que hicieran lo primero. Durante muchos años tuve el recuerdo de aquella jornada dormido en mi memoria. Pero fue viendo un par de películas de Giuseppe Tornatore cuando por una clara asociación de ideas, me vino a la mente no expresamente la película, sino aquellas gentes modestas que se ganaban la vida yendo de pueblo en pueblo para exhibir cintas que sabe Dios cómo habían llegado a su poder. El viejo cine parroquial me lo recordó la maravillosa "Cinema Paradiso" y esa clase de tipos la medio fallida "El hombre de las estrellas", donde un magnífico Sergio Castellito recorre la Italia profunda engañando a la gente con la promesa de hacerles una prueba para hacer cine, dotado de una vieja cámara (sin película dentro), que lo único que hace es sacar un dinero a cambio de una esperanza. Y como esos hombres recorrían
muchos kilómetros y visitaban muchos pueblos, a la manera de
aquellos cómicos que antes llamaban "de la legua",
me dio por aplicarles esa expresión a su trabajo de hombres de
cine. Y con ella se han quedado en un rincón de mi memoria, y
con ella los he titulado en este modesto trabajo. Que el cielo de Meliés,
de Lumière, de Chaplin, de Keaton y de tantos otros, les haya
reservado un espacio, porque también ellos modestamente hicieron
lo suyo para dar a conocer esa magia que ahora, de mayores, hemos perdido.
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