AUSENCIA

Por Mari Carmen Briones

Este verano, como cada año, volví a Galicia, a la casa de mi madre Lo primero que yo veía al bajar del coche era su cara buscándome tras la prolongada ausencia; pero esta vez, no salió a recibirme.

Nos dijimos adiós una tarde del último Otoño, cuando el día languidecía tras los cristales del hospital. Me despedí de ella acariciando su cara dormida, susurrándole mi amor al oído para que no se sintiera sola a la hora de partir. Cogí su mano atravesada por agujas acompañándola por el largo sendero que la llevó hacia la muerte. Sabía de su miedo al destino a pesar de haber sido siempre una mujer valerosa, pues había luchado, sin tregua, contra las adversidades de la vida durante sus 81 años. Fue el 11 de noviembre del 2008, víspera de mi aniversario de boda. Ese día, la primera felicitación que recibía siempre era la de ella.

Corrí hasta el jardín y lo primero que hice fue abrazarme a ella en el recuerdo, mientras me acercaba hasta sus cenizas que reposan en una bonita vasija de barro. Su presencia estaba por todas partes: en las azaleas, en las hortensias, en los rosales, y, muy especialmente, en los geráneos que ella tanto cuidaba.

Me pregunté si se sentiría sola allí, en la penumbra, pero un ladrido me hizo buscar con la mirada a Curro, el viejo perro que tanto quiso a mamá. Por un instante pensé que iba a venir corriendo hacia mí, como solía hacer, pero yo sabía que Curro había muerto 10 días después de mamá y había sido enterrado junto a ella en el jardín para que siempre le hiciera compañía. Sonreí al imaginarlos pasear juntos por toda la eternidad.

Cuando las lágrimas comenzaron a brotar noté que algo húmedo recorría mi pierna. Un cachorro de piel rojiza venía a darme la bienvenida a casa.


11 noviembre 2009

 

Mari Carmen Briones